De la sumisión al sufrimiento
Entre las múltiples batallas urgentes de cada día postergamos una importante: ¿aún conservamos la capacidad de respetar el dolor ajeno? “Y es que simplemente hay demasiada injusticia en el mundo. Y recordar (...) nos amarga. Hacer la paz es olvidar. Para la reconciliación es necesario que la memoria sea defectuosa y limitada”, escribe Susan Sontag denunciando el horror de lo vivido.
Andar ignorantes por las calles, pensando que nada pasa cuando todo a nuestro alrededor acontece, es un lujo del cual nadie debería gozar. Se aplica un criterio que oscila entre horrorizarse y hacer caso omiso, muy efectivo en tanto que engaña la capacidad de adoptar una posición legítima. ¿Qué implica reconocer el sufrimiento? No compadecerse requiere ir más allá de la lamentación.
Estremecerse ante una imagen como La Mort de Sardanapale, de Eugène Delacroix, nunca supondrá lo mismo que vivirla. Un espectáculo que representa al hermano de un rey poco belicoso, gobernante de Babilonia, a quien decide declararle la guerra y, pese a la ventaja que le lleva en planeación estratégica, prevé una derrota y prefiere la muerte antes que presenciar la pérdida de sus bienes. Sardanapalus, el drama de Lord Byron, ilustra en cambio la caída del rey de Asiria: posteriormente Berlioz, inspirado en ambas escenas, compuso una cantata que lo catapultó a la fama. El sufrimiento avala dichas obras.
Las historias de aflicción resultan un punto de inflexión para algunos, “desafían la claridad, el caos o la tortura, seguir en pie quiere decir coraje o no tener dónde caerse muerto”. Quizá Neruda no sufrió esto que proclama pero lo representa. Pretender la elocuencia implica correr el riesgo de caer en la verborrea; es curioso, el trance hacia las malinterpretaciones surge cuando uno se considera más cauto. ¡Cuánta urgencia de caer!
El tema difícilmente podría ser menos canónico en la historia, cuando el sufrimiento se vuelve una práctica cotidiana que no constituye una limitación para el bienestar, sino una condición de éste. Sí, inaceptable. Es una perspectiva pavorosa la de condicionar la felicidad apelando al desconsuelo. “La vida es injusta: supéralo o no” –aconsejan–, y pensamos entonces superémoslo.
No cualquiera cuenta con la fortuna de elegir obligaciones, derechos o deberes cuando la vida va pavoneándose disfrazada de cortesana. Un indigente parece que durante el día solo tiene la posibilidad de optar en dónde pasar la noche, lo demás ya ha sido determinado: estos casos son una composición muy compleja de azar y destino. El catálogo de cosas espeluznantes deviene inagotable.
En aras de humanizarse es preciso reparar en el sufrimiento propio y ajeno, no en el afán de perderle práctica, sino para dejar registro de él. Los dignos son aquellos capaces de aliviarlo.