Al final, la economía lo dirá todo…
Pongamos que gobiernas y que, poco a poco, te las vas apañando para tener más y más poder: mandas en el Congreso (es el caso de Vladimir Putin, cuyo partido, Rusia Unida, cuenta con 341 diputados en la Duma —la Cámara baja de la Asamblea Federal— más el apoyo de 40 representantes de otras agrupaciones, alcanzando así 381 escaños de un total de 450), tienes bajo tus órdenes a los entes autónomos del Estado (doña Cristina Kirchner, por ejemplo, nombró a un incondicional suyo al frente del organismo encargado de medir la inflación y el hombre maquillaba alegremente las cifras) o, de plano, controlas al Poder Judicial (como Nicolás Maduro). Y, bueno, supongamos, más allá de los casos que acabo de ejemplificar, que no pasa nada y que todo es para bien, como ocurrió en Singapur, regido durante más de 30 años por Lee Kuan Yew, mi autócrata favorito (por no decir el único): la gente no se incomoda de que una persona lleve las riendas de la nación sin rendirle cuentas a nadie, la oposición política llega a arreglos con la gran mayoría gobernante, la prensa elogia por principio —y por simple estrategia de supervivencia— al líder máximo y el régimen no es excesivamente represivo.
Imaginemos también que no es así, que la instauración de un régimen autoritario liderado por un jefe supremo entraña graves violaciones a los derechos humanos, que los disidentes han tenido que exiliarse y que las más básicas libertades no son garantizadas. Cerremos aquí los ojos, o miremos hacia otro lado, y digámonos que tampoco es el fin del mundo: después de todo, China es una gran potencia industrial y todos compramos sus manufacturas, por no hablar de que comienza a producir ya artículos de la más avanzada tecnología; y tampoco Arabia Saudita es un país rechazado frontalmente por la comunidad internacional ni mucho menos.
O sea, que el precio que pagan los déspotas no es necesariamente altísimo y, de la misma manera, la demolición de instituciones no parece significar una catástrofe colosal. Ah, pero, comienza a desafiar las leyes del mercado: ponte a imprimir billetes, endéudate, haz crecer el déficit o espanta a los inversores. Ahí, se derrumba todo. La economía sí que no perdona, miren ustedes.
El precio que pagan los déspotas no es altísimo