Milenio

Ley del hielo

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Emiliano era un fanático de José Saramago. Disfrutaba de la mayoría de sus libros y se emocionaba con la idea de que algo parecido a una de sus novelas le sucediera a él o a la gente que lo rodeaba. No le llamaba la atención que una ceguera blanca se apoderara de la ciudad o algo por el estilo, pero que la muerte dejara de causar efecto en todos y avisara después cuándo es el momento de partir..., eso sí le agradaba.

La primer vez que tuvo una experienci­a relativame­nte parecida, ni siquiera se dio cuenta de lo que sucedía. Mientras esperaba el transporte, notó que ningún camión se detenía para subirlo, así que tuvo que caminar unas cuadras para llegar a la base. ¡Por poco lo atropellan cuando cruzó la calle!, pero llegó bien y subió. El conductor no recibió su dinero, pues arriba, una ola de gente lo empujó al fondo, y fue una cosa que no le importó, le habían hecho ahorrar 20 valiosos pesos que utilizaría para comer después.

Partió algo inseguro a su escuela, y llegó tarde a su salón. Apenado, abrió la puerta y preguntó si podía entrar. La maestra sólo lo miró extrañada y cerró frente a sus narices. Él interpretó eso como un rotundo no y esperó a que la clase terminara para hablar con ella. Se quedó dormido en el pasillo y no pudo percatarse cuando salieron todos; se despertó cuando un chico se tropezó con él y ni siquiera se disculpó; al contrario, huyó inundado quizá por la vergüenza, y no volteó a ver atrás.

Tuvo que alcanzarlo­s ya en matemática­s, y se encontró con el único amigo que no tenía pareja en su banca: Leo. A él podía preguntarl­e cómo había estado historia. Se acercó y se sentó a su lado. Su amigo sólo observaba su cuaderno y copiaba ecuaciones en él. Leo, ¡siempre tan ensimismad­o!

—Lamento no llegar temprano. ¿Les fue bien sin mi en la exposición?, ningún camión se detenía. ¿Leo? Ya, relájate. Hablo mañana con la maestra, no te enojes conmigo. Hey, Leo. No me ignores, por favor. Te digo que no fue mi culpa.

Fue entonces que cayó en cuenta. Leo no estaba ensimismad­o, no tenía sus audífonos ni nada por el estilo. Y se percató de la razón por la cual nadie le había hecho caso en todo el día: ni el conductor, ni la maestra, ni el chico, ni su mejor amigo. ¿Qué estaba pasando?

Sue hermana, Ingrid, que iba en el mismo grupo que él, pidió permiso al profesor para contestar una llamada y salió. Después se escuchó un grito fuerte. Leo fue tras ella. Emiliano también. Escuchó como le preguntaba qué ocurría y como ella contestaba: \“Es mi mamá. Le acaban de llamar del hospital. Emiliano...\” No acabó la frase porque comenzó a llorar, y Leo comprendió de qué se trataba.

Le dio un fuerte abrazo mientras las lágrimas invadían su rostro, y su mejor amigo, fanático de Saramago, no pudo unirse.

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