“Shólojov generaba envidia, admiración y mucho chisme”
En el verano de 1931, Mikhail Sholokhov tenía 26 años, pelo rubio, una casaca cosaca que le venía guanga y una taquicardia intensa donde se fundían un miedo del carajo con sudor de nervios. El joven que ya se consideraba más que promesa literaria era celebrado y popular por una larga novela en dos volúmenes (que llegaría a 4 en 1940) bajo el título de El don
apacible. Scholokhov decía escribir con el alma de la estepa en su tinta, imantando la huella dactilar del camarada campesino, el cuento rural con balalaikas… y sucesivas acusaciones de plagio en el momento de su temprano éxito más que bolchevique, puramente soviet. El joven Shólojov (como se traduce del cirílico) había pedido audiencia con el gran Máximo Gorki en ese verano del ’31 para que el viejo maestro intercediera en la defensa de El don apacible, en plena cacería de brujas que conocemos como El Gran Terror.
El frío bigotón del mal-llamado papacito Stalin había instalado el horror de las purgas ideológicas, las denuncias diarias, la sospecha improvisada bajo el mínimo pretexto. Shólojov generaba envidia, revuelo, signos de admiración y mucho chisme por los continuos indicios de plagio, pero sobre todo porque reptaban muchas veladas acusaciones de un ánimo supuestamente contrarrevolucionario. Muchos le vaticinaban al joven rubio el pase directo al paredón de fusilamiento y al entrar en la dacha de Gorki, lejos de sentirse a salvo se le paró en seco el corazón en cuanto vio la ominosa sombra de Joseph Stalin en el comedor.
El camarada Gorki hizo mutis, pues sucede que el inefable dictador quería recordar sus tiempos de editor con lápiz rojo y había arreglado el enchiqueramiento de Shólojov para reclamarle varios ánimos que no filtraban bien por sus bigotes: le dijo al joven autor que su novela sobre la apacible campiña simpatizaba con los cosacos del viejo ejército blanco, enemigos acérrimos del mito bolchevique y con la cara del Diablo marcada por la viruela como cacarizo del Infierno, sugirió al hilo varias imputaciones que, lejos de intimidar a Shólojov, lo envalentonaron inexplicablemente y le permitieron defenderse al grado de convencer al Gran Dictador y con el tiempo volverse su Sheherazada soviética, su escribano de cabecera.
Con el paso de los años, Sholokhov sería el ya reconocido plagiario que tenía no solo picaporte para hablarle al oído al tirano georgiano, sino abierta cartera de consejos para criticar a importantes camaradas de la cúpula del Partido, denunciar los incendios con los que se habían aniquilado no pocos caseríos campesinos, los niños torturados y muertos, e incluso denunciar que a no pocos opositores o pasivos fantasmas ajenos al Kremlin se les alimentó con obligatorios tragos de keroseno. No solo se libraba cada semana de las negras garras de la policía secreta y demás antecedentes de la KGB, sino que además fue
autopropulsado (diría un genio) hasta ganar el Premio Nobel de Literatura en 1965.
El otrora rubito que llegó a pedir la ayuda de Gorki, creyendo que ya se iba al otro barrio en los primeros pasos de la carrera que lo convertiría en Scheherezada so-
viética, no solo sobrevivió al Gran Terror del régimen que mató a millones de seres humanos, sino que se atrevió a volverse abiertamente crítico y peligrosamente rebelde de ese régimen que lo encumbró en Estocolmo… y para colmo, luego callarse y terminar convertido en silente cómplice, acomodada sombra de los abusos y mentiras que sostuvieron en el poder al oso de las cejas increíbles llamado Leónidas Brezhnev.
Mikhail Sholokhov es ahora un fantasmón resucitado por un ex jerarca de la KGB llamado Vladimir Putin, automesiánico tiranuelo que se cree iluminado heredero del Príncipe Vladímir que cristianizó las nevadas estepas, los desolados párrafos plagiados de Sholokhov que apuntalan su nuevo delirio ultranacionalista.
Valgan estas líneas para pedir la urgente traducción al español del libro Stalin’s Scribe. Literature, Ambition, and Survival:
The Life of Mikhail Sholokhov de Brian J. Boeck. Un libro bien documentado y muy bien escrito que retrata las tribulaciones, glorias efímeras, pendencias y angustias de un plagiario premiado que salió vivo del Infierno y ahora vuelve coleando en tiempos de fake-news.
Dicen que Stalin visitó a su anciana madre en la choza de su pueblo donde seguía viviendo la viejita y que tuvo a bien informarle que él se había convertido en una especie de nuevo Zar. Algo similar puede decirse de Putin en los coreografiados videos donde camina por los largos pasillos del Kremlin como soldadito de plomo y en sus repetidas bravatas de neoimperialismo utópico, pero también podríamos decirle que hubiera sido mejor si se lanza de modelo de pectorales para deportes extremos, tal como la madre de Stalin le pudo espetar a su hijito que le hubiera ido mejor en la vida (y al mundo entero) de no haber abandonado el seminario donde creyendo sentir el sendero del sacerdocio católico logró pavimentar con calaveras el enrevesado sendero del gran ateo que se creyó Dios.