Milenio

Antes que se nos eche a perder

No siempre se cumplen 60 años y Pancita merece el festejo, es el menor de los tres hermanos, primera camada de la pareja de don Serafo —michoacano, chofer ferretero— y su esposa, doña Tere la Gordis, hidalguens­e otomí “dedicada al hogar”

- EMILIANO PÉREZ CRUZ* * ESCRITOR. CRONISTA DE NEZA

Eran casi las cuatro de la madrugada cuando el último de los invitados se fue. Taro, el perro Akita de la familia, escapó (el muy mala copa) para un tirito con los canes del vecindario; al grito de su ama y con el rabo enroscado volvió a casa. Pilar apagó el tocadiscos, las luces del patio. Entró a su departamen­to (Yunyún y el compadre, su marido, ya estaban entre las cobijas). El silencio reinó hasta muy entrada la mañana del domingo.

La familia es enorme, el presupuest­o corto. El cumpleaños de Pancita se festejará en grande, pero en pequeño comité. Con todo, fueron más de 50 los invitados. Se citó a las tres de la tarde a la comida, pero muchos de los convocados trabajan mediodía; se decidió iniciar una hora después.

Semanas antes se acordó: no siempre se cumplen 60 años y Pancita merece que lo festejemos, es el menor de los tres hermanos, primera camada de la pareja conformada por don Serafo —michoacano, chofer ferretero— y su esposa, doña Tere la Gordis, hidalguens­e otomí “dedicada al hogar”.

Don Sera y Tere la Gordis se conocieron en Polanco: el albañil era parte de la tropa que edificaba una residencia en la calle de Homero casi esquina con Arquímedes; vivillo desde chiquillo, maldoso y querendón ya grandecill­o, aventaba piedrecill­as al paso de la muchacha de enormes trenzas, cuando por las mañanas enfilaba rumbo a la tortillerí­a, ubicada cuadras adelante; ella lo ignoraba, pedía a tía Tana que apresurara el paso, que no hiciera caso a ese maldoso de cara medio coloraduzc­a, plena de barros y espinillas.

Serafo no se dio por vencido. Por las tardes se lavaba el rostro y los brazos en un tinaco, sacudía del overol la mezcla de cal y arena, vestía sus mejores trapos, envaselina­ba y peinaba su cabello medio quebrado, y volvía a la carga, cuando la Gordis y la tía Tana salían de la casa del doctor Fernández para ir por el pan de dulce y de sal a Los Cedros, panadería ubicada en la avenida del mismo nombre, que luego cambiaría a Horacio, en honor a Quinto Horacio Flaco, poeta latino hijo de un esclavo liberto.

Sus afanes rindieron fruto. Serafo y Tere la Gordis llegaron al altar de la iglesia de San Agustín un 12 de diciembre de 1952. De Michoacán e Hidalgo vinieron familiares y paisanos, para atestiguar el sí que la pareja se daría y mantendría­n hasta que la muerte los separara. Entacuchad­os y sombrerudo­s posaron ante la cámara de Pablito, el padre de Tere, experiment­ado yesero.

Animados por Pablito, en abonos se hicieron de un terreno en una de las colonias del ex vaso de Texcoco. El joven matrimonio arribó con dos chilpayate­s y un tercero en el vientre de Tere: Ricardo, en el barrio conocido como tío Pancitas, hoy carpintero de oficio, marido de Carmen la Mota y padre de la Meli, el Neguis y el Wero, quienes aceptaron con gusto cooperar para el festejo de los 60 años del progenitor.

La insalubrid­ad campeaba. Pancitas fue muy enfermizo. Pero se aferró, con ayuda de los mé- dicos y enfermeras de la Clínica 14 del IMSS. Esmirriado, ojeroso, las fotos lo muestran dando sus primeros pasos, tambaleant­e y chillón. Sus hermanos temían la orden materna: “Ese chiquillo ya se cagó, cámbienlo”, ordenaba la Gordis desde la cocina que Serafo le construyó con lodo y tabicón desechado.

¡Horror al crimen! No existían pañales desechable­s: entre arcadas, sus hermanos se turnaban para cambiar al bebé. Uno quitaba el fajero, desplegaba el pañal de franela y corría a vomitar. El otro entraba al quite: con los bordes retiraba las heces de las nalguitas. ¡Cómo apestaba aquello! Tan chiquito y tan venenoso, el bebé, decía don Sera. Ay, no digan esas cosas de mi niño o ya verán, amenazaba la Gordis: le ponen aceite y su talco Mennen, para que no se roce mi angelito, indicaba la madre desde la lejana estufa de petróleo, mientras el padre y los vástagos volvían del patio con los ojos enrojecido­s a causa de las arcadas provocadas por las gracias del bebé.

Pancitas sobrevivió al frecuente pródromo y a las diarreas que mandaban al angelito al panteón de San Lorenzo; montado el féretro sobre el portabulto­s de una bicicleta y acompañado por la fila de dolientes, el cortejo fúnebre caminaba sobre el Bordo Xochiaca, levantando polvareda y la vista cada que el cohetero asolaba al cielo con sus tronidazos; el eco retumbaba en la inmensidad.

Infancia y adolescenc­ia se fueron como en un suspiro. Pancitas salió bueno pa’l futbol, el baile y las trompadas. Volvía a casa sudando lodo, por los terregales salitrosos, y capoteaba los manguerazo­s que Tere la Gordis le tiraba para que abandonara la vagancia. Esfuerzo inútil.

El chamaco salió de la primaria. No quiso más escuela. Burris, hermano mayor, andaba en Acapulco de carpintero. En una ocasión que volvió, Pancitas no aparecía: con Elemi, segundo de los hermanos, lo sacaron de una zanja: dormía luego del Bacardí Blanco que los grandulone­s del barrio le daban, por el mero gusto de ver ebrio a un escuincle bravucón y amiguero. En familia se decidió: te vas con los carpintero­s. “Antes que se nos eche a perder”, alegó la Gordis. “No quiere estudiar, que aprenda un oficio”, sentenció don Serafo.

Del enfermizo infante que fue Pancitas, ni huella. A los 12 años era fuerte y nervudo, ágil gracias al fut y al boxeo que aprendió en peleas llaneras. Los sábados se iba con sus amiguis a las tardeadas o tibiritába­ras; movía el esqueleto con singular ritmo y adicción.

Así, el castigo devino en premio: aprender un oficio en el Acapulco de La Huerta y mil y un congales más; en pleno despertar de la sexualidad convivir con un hermano protector y tolerante; en casa rentada por la cuadrilla de carpintero­s, encabezado­s por el maestro Santoyo: ex seminarist­a, gran lector; entre puro prófugo del barrio: Tepito, la Morelos, Valle Gómez, Peñón de los Baños, Tacubaya, Naucalpan, la

Con ellos se forjó el carpintero ahora sesentón, jefe de familia, feliz desde que llega a la cita, mochila al hombro, es su fiesta, son las 4 p.m. ¡y eeesto apenas inicia!.

Se turnaban para cambiar al bebé. Uno quitaba el fajero, colocaba el pañal de franela y corría a vomitar

 ??  ?? LUIS MIGUEL MORALES
LUIS MIGUEL MORALES
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico