Milenio

La Lobera, la isla de los lobos marinos

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La Bahía de La Paz también es punto de partida hacia el Parque Nacional Archipiéla­go de Espíritu Santo, una Área Natural Protegida, que desde 2005 forma parte de la lista de sitios Patrimonio Mundial de la Humanidad de la Unesco. Aquí está La Lobera, una isla que alberga más de 500 lobos marinos.

Así que aprovecham­os nuestra visita para recorrer este lugar, el favoritos de los buzos, pues además de convivir con estos mamíferos de tres metros de largo y media tonelada de peso, es posible observar cardúmenes de barracudas, meros y peces loro, además de estrellas de mar y moluscos. Los lobos marinos son totalmente inofensivo­s y los más pequeño son muy curiosos con los extraños; les gusta acercarse hasta casi tocarte, pero también suelen morder, quizá como una especie de juego. Al terminar, nos dirigimos hacia playa Balandra, ideal para terminar el día, mientras practicas esnórquel y admiras sus innumerabl­es especies marinas. gris salpicada de puntos blancos de distintas dimensione­s. Es un espectácul­o maravillos­o.

De prisa me pongo el quipo: aletas, chaleco y visor. La lancha se detiene. Nuestro experto guía, Alejandro Flores, nos recuerda que nadie se puede lanzar al agua hasta que él lo indique: “tenemos que parar por completo y el motor debe estar apagado. Les hacemos una señal para que salten y también para que regresen, así todos tendrán la misma oportunida­d de ver de cerca al tiburón ballena”.

Emoción sin límites

Alejandro se arroja de la embarcació­n y con habilidad llega en un santiamén junto al pez. Levanta el brazo derecho. Es la señal. “Ya pueden hacerlo”, refuerza Adriel Esliman, gerente de la compañía. Nos zambullirn­os en el mar de azul intenso, pero de increíble transparen­cia. En unas cuantas brazadas nos colocamos a dos metros del tiburón ballena. ¡Es enorme! Nada con parsimonia, parece estar acostumbra­do a la compañía de estos invasores de su hábitat. Se aleja de nosotros. Doy vuelta para regresar y me encuentro frente a otro: viene con su gigantesca mandíbula abierta, recolectan­do pequeños peces y los microorgan­ismos con los que se nutre, expulsando el agua por las branquias. Me retiro de su camino y pasa a mi lado. Me gustaría tocarlo, pero no solo está prohibido, se puede asustar y con su cola nos podría golpear.

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