Milenio

“Siempre pedí a Dios que los perdonaran, nunca me rendí”

- ABRAHAM REZA CULIACÁN, SONORA

La pesadilla terminó. Luis, Simón y Regino González Villarreal han regresado a casa luego de haber pasado 11 años como prisionero­s en una cárcel de Johor, Malasia. Atrás quedó la incertidum­bre de no saber si algún día volverían a su tierra o, peor aún, de no tener la certeza de ver a sus padres e hijos.

Hoy, estos hombres de 51, 44 y 41 años, enfrentan otros retos: recuperar su vida y hacerle frente a la pobreza que los orilló a ir por un camino que parecía fácil.

En casa todo sigue igual. Les preocupa ver los mismos muros en obra negra, las mismas calles sin pavimentar y aquellos techos de acero inoxidable que hoy ya están siendo carcomidos.

Vuelven con la esperanza de hacer un negocio propio, por ejemplo, Luis tiene ganas de abrir una tienda de a barrotes que pueda atender junto a sus dos hijos de 15 y 23 años. Regino es un poco más ambicioso, sueña con un rancho para criar caballos, vacas y hasta pollos: “Una granja orgánica”.

El panorama de Simón es más mesurado, se conforma con regresar a la fábrica de ladrillos donde trabajó desde niño y de la cual salió huyendo en 2008.

Les “calan” los 11 años de ausencia, pues aseguran que esta pobreza es consecuenc­ia de todo el daño que le hizo a su familia tener tres hijos presos al otro lado del mundo.

Simón es el más joven. Hoy está en casa con su esposa y sus dos hijos, una pequeña de 13 y uno de 11 años. El menor aún ni nacía cuando él se fue y es por esa razón que ahora enfrenta a la incomodida­d de empezar una relación con sus hijos, “quienes me ven como un extraño”.

En el caso de Regino, su esposa decidió hacer su vida con otra persona. Respecto a su hija, él se marchó cuando la niña tenía 3 años y por eso apenas y lo reconoce :“Llegué a casa y le dije a mi mamá que era un sueño y que mañana me iba despertar y que todo iba a seguir igual, pero no, ya están aquí gracias a Dios”, comparte Bianca.

Luis, el mayor de los hermanos, regresó a casa con su esposa y sus dos hijos. El más grande está a punto de graduarse y el menor va a entrar a la preparator­ia.

Cuando comenzó esta odisea, Carmen, la madre de los sobrevivie­ntes en Malasia, enfermó de diabetes y perdió las piernas, se las amputaron.

“Deseaba volver, tenía mucho miedo de no alcanzar a ver a mis padres. El disgusto ya les causó mucho daño y soy consciente de que el tiempo no perdona. Mucha gente que conocí, ya se han ido”, lamenta Simón.

En esta casa, donde nos recibió la fa mil iaGonzález­Vill ar real, está presente doña Carmen, ella y su silla ruedas están justo en la entrada, la señora solo se viste y come con la ayuda de su hija Lupita, pero con la llegada de sus tres hijos se siente renovada.

“No sabíamos que venían, pero un día antes el embajador de México en Malasia nos pidió que fuéramos al aeropuerto, fue ahí dóndemi corazón me dijo que venían.

“Cuando los vi saliendo del aeropuerto mi corazón no cabía en mi cuerpo. Quería correr y abrazarlos por siempre. Nunca me rendí y siempre le pedía a Dios que los perdonaran y dejaran libres. Ellos no lo merecían”.

Por su regreso los tres hermanos recibieron una homilía en la parroquia local y aprovechar­on para orar por el sultán de Johor en Malasia, Ibrahim Ismail, y por el embajador Carlos Félix, quien, dicen, nunca los abandonó e hizo hasta lo imposible para que aprendiera­n el idioma de un país que desconocía­n.

Buscan abrir un negocio y seguir su vida de manera honorable y apoyar a sus hijos

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