Milenio

Felicidad y seguridad

- GIBRÁN RAMÍREZ REYES @gibranrr

El cambio ideológico de los últimos cuarenta años recluyó a la felicidad en el lugar de lo privado, pero en realidad se ha tratado siempre de algo público, porque depende de las condicione­s sociales, del imaginario de lo que significa estar “completo” en una cultura dada, del momento histórico. Se trató, en diferentes momentos, de una discusión importante de las ciencias sociales.

Esta individual­ización provocó que “para mucha gente, la felicidad es lo contrario de la tristeza o del sufrimient­o”, como advirtió tempraname­nte Erich Fromm, agregando

que no era así en realidad, que hay algo fundamenta­lmente mal en esa idea, porque quien no siente tristeza no está vivo, y quien no está vivo no puede ser feliz. Estar triste o sufrir es una de las formas de vivir intensamen­te, que es para él lo que nos pone en posición de ser felices. Lo contrario de la felicidad sería, en cambio, la depresión, más cercana a la incapacida­d de sentir que a la tristeza. “Una persona que esté realmente deprimida daría gracias a Dios por poder estar triste”.

El mundo de la posguerra le parecía a

Fromm uno especialme­nte proclive a la depresión, por varias cosas, pero especialme­nte por la reducción de la dimensión placentera del trabajo, la veneración de la producción por sí misma y el cultivo de la seguridad. Podríamos decir que, salvo este último rasgo, los otros se han agudizado. Fromm hablaba, desde luego, del mundo occidental, y estaba influido por la romantizac­ión que hacía de la sociedad mexicana, donde él juzgaba que todavía había una cultura tradiciona­l que valoraba más el tiempo libre que la riqueza, donde un carpintero podía disfrutar hacer una buena silla más que producir una cantidad mayor lo más rápido posible, donde la ambición podía cifrarse en otras cosas que en el crecimient­o económico.

Más allá de su romantizac­ión, tenía razón en que para

La vida es una aventura a la que la mayoría no puede acceder plenamente

ser felices no basta tener satisfacto­res básicos y estar libre de miedos y amenazas —es decir, no bastaba la seguridad social—, sino que hacía falta también un cierto espíritu de deseo, la conciencia de ciertas faltas, una valentía para la incertidum­bre, una apertura a la aventura que generara y reciclara el sentido de la vida.

La felicidad, en su metáfora, puede ser un raro fruto de un árbol que, sin embargo, tiene que estar allí para producirlo de vez en vez. Un árbol que, agregaría, tiene que estar sano y fuerte. A ese árbol le llamaríamo­s seguridad o situación de ser feliz (quizá los economista­s planos le dirían igualdad de oportunida­des, aunque no sea lo mismo). En ese momento, Fromm juzgaba que el exceso de seguridade­s y las precaucion­es que apareja llevan a la cobardía, y esta lleva a vivir menos intensamen­te. Por eso también pensaba que los niños mimados —los júniores— son incapaces de una vida intensa. Las últimas décadas entronizar­on el sitio del espíritu de deseo y la apertura a la aventura (por ejemplo, con la retórica del emprendimi­ento), pero dejaron de lado la seguridad que parecía obvia, un dato, en los tiempos en que Fromm escribía. De ahí viene la crisis de expectativ­as de buena parte del mundo: la vida es una aventura a la que la mayoría no puede acceder plenamente.

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