Milenio

El sonido de las cuchillas

Santi siente que para él hay menos en el futuro que en el pasado, y eso, a sus 23 años, resulta trágico

- HUGO ROCA JOGLAR

Santi dice que nació en el mercado El Reloj. Su madre vendía frutas y su padre tenía un local de carne. Vivían en una casa adyacente, sobre Cáliz, vía principal de la coyoacanen­se colonia el Reloj, que lleva de Tlalpan (estación de Tren Ligero Registro Federal) hasta un club deportivo de clase media-alta (El Asturiano) y es atravesada por 16 callecitas bautizadas con nombres florales (Pétalo, Polen, Pistilo…).

En el mercado Santi aprendió los dos oficios: vender fruta y filetear carne, pero durante la adolescenc­ia quiso cambiar el rumbo y probar suerte en Guanajuato, guiado por su novia Andrea, despachand­o combustibl­es en una gasolinera sobre la carretera. Su mamá murió en octubre de 2017 y Santi, de 21, regresó a Ciudad de México para despedirla y ya no pudo irse. No tuvo el ánimo ni la fuerza. Detestaba su trabajo en la gasolinera y las cosas iban mal con Andrea.

Comenzó a trabajar con su papá en el mercado. Recibía por las madrugadas cargamento­s de carne y los pasaba del camión al puesto, aunque en realidad su padre se bastaba a sí mismo y Santi, a finales del año pasado, fue contratado para encargarse de mantener limpio el mercado.

Y ahí, durante sus diarias jornada s de nueve horas con escobas, cubetas ytr apeadores, descubrió que el mercado de su infancia se ha convertido en otro: son otros sus colores y son otras sus personas.Pinta ron los locales de blanco cuando solían ser rojos y en donde solían vender semillas a granel han instalado una enfermería para teléfonos inteligent­es.

Aunque la diferencia más intensa es abstracta, indefinida; radica en la atmósfera. Santi dice que no sabría cómo explicarlo bien, pero tiene que ver,

por ejemplo, con que cuando era niño en el piso del área de carne eran frecuentes los charcos de sangre y a los clientes les gustaba mucho poder verla y olerla, porque así podían asegurarse de la frescura de lo que iban a comerse; ahora a Santi le piden que lave ese piso, que siempre lo tenga limpio, como si ahí en vez de carne se vendieran almohadas.

Santi intenta aferrarse a las cosas que permanecen en el mercado de su infancia: a Don Guillermo, el zapatero de 89 años que fue amigo de su madre, o al cálido sonido de las cuchillas con las que su padre filetea la carne, pero cada media hora debe limpiar la sangre de la carnicería y entonces Santi siente que las cosas han cambiado para siempre, que vive una vida ajena, que para él hay menos en el futuro que en el pasado, y eso, a sus 23 años, resulta trágico.

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