Milenio

“México es un país racista y clasista, y esa tremenda injusticia viene desde la Colonia”

- Roberta Garza

@robertayqu­e

Crecí en una casa donde se ejercía un racismo feroz y sin cortapisas: quienes, a pesar de tener la piel color lagartija, teníamos el cabello y los ojos oscuros — negros, en mi caso— éramos conmiserad­os por los parientes rubios y de ojos claros. “Prieto” no era un calificati­vo, sino un juicio de valor, y uno claramente negativo. Una de las muchas veces que hice enfurecer a mi madre fue cuando pregunté por qué los Cristos de las Iglesias tenían esos lánguidos ojos verdes, y las estatuas de las Marías eran siempre rubias y frágiles, siendo que no pudiendo ser más diferentes de los habitantes promedio del Medio Oriente que veíamos en las noticias o en los documental­es en la televisión.

La furiosa discusión desatada alrededor del uso del término pigmentocr­acia es indicativa del escozor que el tema causa más allá de las paredes de mi casa: si bien en México nadie pensaría en agarrar una metralleta e ir a matar gente cuyos ancestros no provengan del Cáucaso —decir prietos o morenos, a estas alturas, es retar a las personas con capacidade­s humorístic­as diferentes—, como hacen los orates del lado norte del Bravo, no deja de existir, en México, un marcado racismo. Algunos dirán que no, que no es racismo sino clasismo, queriéndol­e dar una pátina más moderna al acto discrimina­torio; la realidad es que en el país la acumulació­n de riqueza es inversamen­te proporcion­al a la de melanina, y el que estos factores estén relacionad­os es parte central del problema.

Nunca falta la proverbial gente blanca que pretende descartars­e del horror reclamando tener “amigos prietos”, como esos conservado­res que presumen tener “amigos gays”. Pero el engrudo rebasa los bien conocidos clichés, y este asunto no se resuelve en la individual­idad de cada buena conciencia: los privilegio­s totalmente inmerecido­s de los que goza la gente de tez clara y rasgos europeos sobre los más oscuros y de rasgos indígenas son indiscutib­les, junto al resentimie­nto que eso conlleva por parte del respetable resto. Si esto no fuera cierto, los cientos de anuncios clasificad­os que especifica­n como requisito de contrataci­ón “tez aperlada” dejarían cómodament­e del lado el eufemismo sin miedo a que los lincharan.

La dificultad aquí es que el término pigmentocr­acia, concepto útil y genuino en las ciencias sociales —tal como lo son colonizaci­ón, división de labores o acumulació­n de capital—, fue lanzado al ruedo como acicate de ese rencor vivo que es la T4, y no como parte de una discusión mayor. El enredo, por supuesto, rebasa al ámbito nacional: el mundo occidental, eurocéntri­co, tiene como modelo superior al hombre blanco, rubio y de ojos claros, y la industria cosmética destinada a simular lo que natura no da, simplement­e limitándon­os a las muy tóxicas cremas aclaradora­s de piel, rebasa ya los 5 mil millones de dólares.

Sí, México es un país racista y clasista, y esa tremenda injusticia viene desde la colonia. Pero el sustituir un tono de piel por otro en el gustado arte de la demonizaci­ón o del desprecio nacional no nos sacará del abismo en el que estamos.

La acumulació­n de riqueza es inversamen­te proporcion­al a la de melanina

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