Francisco Toledo
Si la recuperación del pasado, la visión profunda de las raíces históricas y la pasión local, regional incluso, pueden convertirse en universalidad, esa transformación se llama Francisco Toledo (19402019). Si es posible asimilar a Paul Klee y combinarlo con mágicos animales indígenas, si es posible traspasar los límites de la influencia surrealista y del arte erótico, esa trasgresión es una obra de Toledo.
Maestro de todas las disciplinas gráficas, además del dibujo, la pintura, la escultura, la cerámica, el ensamblaje, el
arte objeto, desde su primera exposición individual en la Galería de Antonio Souza en 1959, Toledo atrajo la atención de quien se acercara a su obra magnética.
El color en Francisco Toledo es intrínseco a su imaginación: un ocre terroso soporta a un animal fantástico de enorme falo; un rojo quemado libera a una mitología entera de combinaciones desaforadas: la magia, el erotismo, la leyenda telúrica, la memoria rupestre, la fantasía de un mundo íntimo y colectivo. Establecido en Oaxaca, punto culminante de un viaje al origen cuya cauda arrastra a París o a Nueva York, Toledo ha impulsado y fundado museos, escuelas, proyectos editoriales.
Aunque inimitable, la obra de Toledo irradia su fuerza expresiva en la más joven pintura oaxaqueña que ha producido voces personales y poéticas propias. Este es el caso de José Villalobos (1950), Álvaro Santiago (1953), Cecilio Sánchez (1957), Samuel Rojas (1959), Alejandro Santiago (1964), Virgilio Santaella (1964), Tomás Pine
Oaxaca, punto del viaje al origen cuya cauda arrastra a París o NY
da Matus (1968), Rolando Rojas (1970), Guillermo Pacheco López (1971).
Entre estas líneas surgió una obra nítida y exuberante en la pintura de Sergio Hernández (1957). Una rara y afortunada mezcla domina la obra de Hernández: la escena popular, cierta ambientación pop, la sencilla complejidad de lo rupestre, lo fantástico, la magia ancestral oaxaqueña, constituyen una de las obras más importantes de la pintura mexicana reciente.
Luis Cardoza y Aragón escribió esto: “rupestre y refinado. Qué de hoy y mañana es este arcaico. En su mitología borbotante, la eficacia de sus signos suele ser dilatada como su pertinaz invención. Un mundo propio, con atmósfera onírica, sin sabor del surrealismo que sobrevive, cargado de obsesiones sexuales agresivas, con humor, con no sé que regusto indígena, de primitivismo gráfico que, por fresco y maduro, parece infantil, sin relación alguna con designios folklóricos”.
Mejor epitafio no lograría artista mayor.