Ex officio
Hace 10 días se organizó en Ciudad de México una kermés con el nombre de Aquelarre Fest. El acto en sí no tiene ninguna importancia, es una de las muchas maneras de perder el tiempo que ofrece la industria del ocio. La brujería de la publicidad, la que se promete para la Fest, es la payasada de ponerse un cucurucho negro en la cabeza, una nariz de plástico y decir abracadabra, como en las caricaturas: gatos negros, murciélagos, escobas y calderos.
Pero no era solo eso. En los anuncios decía también que en el “evento” habría pócimas, conjuros y runas “para
que cambies tu destino”. Y eso va un poco más lejos, porque siempre habrá quien se lo tome en serio, y ese envite contra la credulidad de la gente se parece mucho a una estafa. Pero lo más desagradable es que la publicidad invita a “conocer brujas famosas” en una galería, y “descubrir más sobre brujas que realmente existieron: en pláticas y conferencias”.
Eso ya no tiene ninguna gracia. Porque nunca hubo brujas, pero sí mujeres acusadas de brujería, mujeres torturadas, mutiladas, asesinadas por haber sido acusadas de practicar la brujería. No es inocente y no es trivial hablar de “brujas que realmente existieron”, porque equivale a justificar a posteriori toda esa barbarie —y ultrajar la memoria de esa pobre gente.
La idea misma del aquelarre es una invención, producto de una fantasía paranoica que durante siglos fue parte del repertorio para justificar la persecución. La palabra misma es producto de una transliteración deliberadamente engañosa, a partir de una palabra eusquérica, que aparece por primera vez en el proceso inquisitorial contra la brujería de Zugarramurdi, en el siglo XVII. Me cuesta trabajo entender que eso pueda ser motivo de un festejo.
Me hizo pensar en eso un artículo del señor Hugo Valdemar, que por lo visto trabaja como confesor en la catedral,
Hugo Valdemar sí piensa que existen las brujas y que son representantes de Satanás
porque él sí piensa que existen las brujas, y que son representantes de Satanás, y pensará que con razón fueron torturadas y asesinadas en otro tiempo. Más todavía: dice que basta un descuido para que Satanás entre en la vida de la gente. Y dice que “prácticas como la magia... el yoga, el hinduismo, el budismo, el ecologismo... son, todos, medios y ventanas para la entrada de Satanás y su obra destructora en la vida de las personas, y la exposición de sus almas a la condenación eterna”. Y dice que quienes entran en esos “inocentes juegos” terminan por padecer “desequilibrios mentales... grados de inmoralidad insospechados, obsesiones sexuales, odios encarnizados...”
Desde luego, el señor Valdemar no va a asesinar a nadie, porque no está autorizado. Pero lleva alzacuellos. Y el pueblo no ha necesitado nunca otra autorización. Según el caso, basta con que el confesor advierta que los ecologistas, por ejemplo, son representantes de Satanás. En este clima densamente moral, con un presidente de ánimo mucho más bíblico que constitucional, una arenga así es monstruosa. En el constituyente de 1856 alguien dijo que no hacía falta legislar sobre la religión, porque era cosa de viejas. Respondió Melchor Ocampo: “será verdad, pero en nuestro país hay muchas viejas...”. Todavía.