Una peculiar enfermedad del alma
Hay lecturas que por mucha atención que uno les ponga, sin datos históricos no logramos contextualizar. Un caso común de esto es Rebelión en la granja, sin embargo El viajero sobre la tierra (Automática Editorial, 2012) de Julien Green (Francia, 1900-1998) es además de alucinatoria, incomprensible. Los primeros registros de enfermedad mental versan sobre un trastorno del alma, por ejemplo, la melancolía, que ahora ha sido denominada depresión y otorga una base genética.
Como el protagonista imagina lo que escribe, la historia sugiere un doble carácter ficticio, por parte del autor y de quien la narra; seguir la lectura, hallarle sentido, es trabajoso. Describir la trama como extraña y malvada, resulta poco común pero dada la índole del relato, lo merece. Pocos autores apuestan a buscar el sentido en lo inmediato y la falta de una lengua franca peligra esta práctica, cada vez son más los desusos que la utilidad de la palabra: algo existe, porque el lenguaje permite nombrarlo.
Green, marcado por la mística dota a sus obras una intención religiosa, no lo hace evidente hasta la madurez cuando escribe un texto sobre San Francisco de Asís. Sin remontarse de inicio a los orígenes del acontecer, evocado como si estuviéramos al tanto de él, Daniel O’ Donovan fue hallado muerto el 10 de septiembre de 1895 en Fairfax, una ciudad al sur de Estados Unidos. Las autoridades no califican el caso de homicidio, pero, gente cercana al difunto, partiendo de la aparición de un manuscrito solicitan que sea elaborada una investigación dado al carácter secreto que envuelve.
¿Accidente o suicidio? Después de la coyuntura, O’Donovan cuenta las circunstancias que lo llevaron al sitio de donde jamás regresaría. Abandono y soledad, los dos factores que le fomentaron idear circunstancias que no sucedieron. Un interlocutor fantasmagórico funge de prolegómeno a la locura: “aunque no podía acusarme de ninguna falta grave, eso precisamente me parecía una especie de pecado por omisión”. Las versiones de la casera, el tío que lo acogió al quedar huérfano y el narrador, es cada cual una anécdota en sí misma, que difiere con morosidad. Álvaro de Rica lo puntualiza en el epílogo: No hay ningún enigma que resolver sino un misterio por definición irresoluble.
“Las cosas visibles existían para tentarme y, en un movimiento del alma quedé partido en dos, renuncie a poseer ninguna de ellas y a cualquier afecto de la tierra (…) mis manos temblaron (…) di un grito y me levanté, pero enseguida caí desplomado”. Últimas palabras escritas de la víctima que inician un escrutinio en el ámbito de lo privado y, en lugar de dar respuestas, modificaron las preguntas. Todo se presta a interpretación.
Un interlocutor fantasmagórico funge de prolegómeno a la locura