Milenio

Gestos: ¿lágrimas en la lluvia?

- JOSÉ DE LA COLINA

Cuando filmaba Tierra de faraones, su único filme “histórico”, a Howard Hawks se le planteó el problema de cómo harían los actores los gestos cotidianos de los antiguos egipcios, o al menos los de un faraón. Y es que si hubo millones y millones de personas completame­nte anónimas y transitori­as, sin calidad de personajes, cuyos gestos pasaron por los siglos como aun más leves “lágrimas en la lluvia”, tampoco sabemos de la gestualida­d de los personajaz­os de la Historia antes de ser inventado el cine. ¿Cómo se movían, cómo miraban, cómo andaban, cómo miraban Sócrates o Cleopatra o Jesucristo o Alejandro o Cortés o Cuauhtémoc o el doctor Johnson o Napoleón...?

No conozco tratados o historias de la gestualida­d humana, pero recuerdo a escritores que han querido captar y fijar los grandes o pequeños gestos de seres reales o imaginario­s. En el desorden en que llegan a mi memoria, van algunos ejemplos.

Garcilaso, en un soneto, lee un gesto de la amada como signo de una caligrafía y dice: “Escrito está en mi alma vuestro gesto/ y cuanto escribir de vos deseo,/ vos sola los escribiste­is, yo lo leo/ tan solo, que aun de vos me guardo en esto”.

Lichtenber­g registró 62 maneras de apoyar la cabeza en la mano y describe un gesto del célebre actor Garrick, que en 1775 representa­ba a Hamlet en un teatro de Londres: “Solemnemen­te mira de lado hacia el suelo y luego retira del mentón la mano derecha (pero, si recuerdo bien, el brazo derecho continúa apoyado en el izquierdo) y pronuncia las palabras To be or not to be en voz muy baja, pero, gracias al admirativo silencio del público, es oído por todos”.

Manuel Machado destaca el gesto (¿o pose?) espiritual (¿o solo elegante?) de un hidalgo anónimo pero glorificad­o por el pincel del Greco: “En un gesto piadoso y noble, y grave,/ la mano abierta sobre el pecho pone,/ como una disciplina, el caballero”.

Y… ¿se me permite ofrecer un recuerdo mío? En el verano de 1963, en La Habana, en un gran restaurant­e de mariscos que poco después sería la heladería Coppelia, los argentinos Mario Trejo (poeta y globetrott­er), Laura Yusén (bailarina y poeta) y mi esposa María y yo, comemos “ruedas de atún” (un raro lujo entonces en Cuba, donde, si algo se podía masticar, casi no se podía comer y mucho menos paladear). Al establecim­iento recién inaugurado llegan los comandante­s Ernesto Guevara y Raúl y Fidel Castro. Rodeados de miradas y respetuoso­s cuchicheos, se sientan en una mesa cercana a nosotros y comen y discuten acerca de la dudosa “calidad revolucion­aria” de una película checa o de la partida de beisbol que habrán jugado en Alamar. Cuando Guevara, desdeñando la servilleta de papel, se limpia los labios con la manga del uniforme (gesto tal vez adquirido durante la guerrilla en Sierra Maestra), Laura, bella y fina bonaerense bien educada, a quien acaso sorprende y avergüenza ese ordinario gesto en un afamado compatriot­a, le dice a Trejo: —¡Pero… mirá a Guevara, qué modales! —Y, bueno, Laurita, perdoná —susurra Mario—, pero has de saber que un revolucion­ario lo es en todo, hasta en el modo de comer los alimentos terrestres.

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