Están ahí, y se dedican a matar
Lo del 68, para mayores señas, sí fue una matazón de personas indefensas —o sea, una masacre— pero no podemos tildarlo de “genocidio”; por el contrario, cuando un comando militar es atacado con armas de alto poder y se defiende legítimamente, ¿podemos hab
Acudamos, una vez más, al diccionario de la Real Academia Española, para despejar las posibles dudas sobre el término “masacre” y, sobre todo, para poner las cosas en su lugar. La definición es la siguiente: f. Matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida. “Masacrar”, a su vez, es “cometer una matanza humana o asesinato colectivos”. Partiendo de lo que establece el tesoro de la RAE, la indefensión de las víctimas parece ser un elemento consustancial a la perpetración, justamente, de los mentados asesinatos colectivos. Uno pensaría también, aunque no lo determinen estas definiciones, que detrás de cualquier matanza hay una clara voluntad de exterminio, o sea, el manifiesto propósito de quitar la vida.
Es importante establecer los precisos significados de ciertos vocablos, sobre todo aquellos que son invocados tan a la ligera por los denunciantes de siempre, porque en este país las palabras se usan con total irresponsabilidad: se manosean sin decoro alguno y se emplean de manera abusiva, sin el menor respeto, para endosar acusaciones tremendas y entonar el acostumbrado coro de lamentaciones. Lo del 68, para mayores señas, sí fue una matazón de personas indefensas —o sea, una masacre— pero no podemos tildarlo de “genocidio” con todo y que tamaño vocablo haya sido consagrado luego por tendenciosos revisores de la historia. Por el contrario, cuando un comando de nuestras Fuerzas Armadas es atacado con armas de alto poder y se defiende legítimamente, ¿podemos hablar de que “masacró” a sus agresores? Y, a partir de ahí, ¿podemos inculpar a los militares, imputarles arbitrariedades, decirles que cometen “abusos” y atribuirles oscurísimos designios?
Pues, miren ustedes, es lo que ocurre: a quienes responden meramente a las violentas agresiones de temibles grupos armados se les acusa de perpetrar “masacres” y lo que en circunstancias normales debiera entenderse como simple instinto de conservación se equipara a una manifestación de barbarie castrense, como si no viviéramos en un régimen democrático sino sojuzgados por una dictadura militar.
Nunca han tenido lugar aquí las atrocidades que cometieron los gorilas suramericanos cuando tomaron el poder en la Argentina, en Chile o en Uruguay luego de los correspondientes golpes de Estado. Sobrellevamos las relativas durezas de la “dictadura perfecta”, es cierto, pero el discurso desaforadamente victimista de los posibles agraviados se sigue propalando ahora mismo, en democracia, y se reviste, a estas alturas todavía, de airadas denuncias.
El propio régimen de la 4T parece encontrarse en una incómoda encrucijada. Porque, miren ustedes, el pasado martes los soldados del Ejército Mexicano repelieron una agresión de sicarios de la organización Guerreros Unidos en Iguala y el parte de bajas no pudo ser más disparejo: un militar muerto y 14 delincuentes abatidos. El cabo que disparó la ametralladora del vehículo que encabezaba el convoy fue precisamente quien falleció por sus heridas en combate. Estamos hablando de un acto de supremo heroísmo, señoras y señores, que no puede siquiera ser honrado como corresponde a militares de tan generosa valentía porque la identidad de este hombre debe ser ocultada: los asesinos de la organización podrían tomar venganza contra la familia (así de desamparados estamos en este país y así de poderoso es el enemigo —sí, ahora sí que debemos utilizar la palabra adecuada— de los mexicanos). Pues bien, un suceso así, cuando acontecía en el pasado, desataba la inmediata reacción negativa de los actuales emisarios de la antedicha 4T. ¿Qué dicen ahora? ¿Cómo cuadran las cosas? ¿De qué manera concilian la “masacre” — porque muchos de sus partidarios se llenan la boca con el término para seguir denostando a nuestras Fuerzas Armadas, aparte de alegar que los soldados llevan a cabo ejecuciones “extrajudiciales” (no figura en nuestras leyes, hasta nuevo aviso, ninguna disposición para ejecutar a nadie, así que sale sobrando el palabro, como bien apuntó mi querido Diego Fernández de Cevallos en uno de sus recientes artículos)—, de qué manera lo concilian, repito, con las proclamas de que ahora todo será diferente o de que a los delincuentes no hará falta “reprimirlos” porque encontrarán las condiciones sociales para renunciar gustosamente, ellos mismos, a su carrera criminal, entre otras oportunas redefiniciones de las estrategias para enfrentar el gravísimo problema de la violencia?
En una guerra no acontecen “masacres” propiamente dichas, salvo que al adversario disminuido y con la declarada voluntad de rendirse se le extermine sin misericordia. Y lo que tenemos en México, en estos días, es un abierto enfrentamiento entre el Estado mexicano y unos grupos criminales cada vez más desafiantes, como acabamos de ver en los acontecimientos de Culiacán.
Pues, miren ustedes, nuestro Gobierno democrático es perfectamente legítimo y posee todas las atribuciones para ejercer la fuerza contra cualquier grupo armado. Así de claras las cosas y así de sencillas, con perdón.
El propio régimen de la 4T parece encontrarse en una incómoda encrucijada