Milenio

El mal menor

- MARUAN SOTO ANTAKI @_Maruan

Hacer política o gobierno implica domesticar las pasiones, sobre todo las propias, de quienes hacen política o gobierno. Las pasiones siempre guardarán incógnitas, hasta que desde ellas se adopta el error que se criticaba. Ahí, el orgullo tiende a convertirs­e en cinismo y falta de decencia. Impregnada, reluce cierta cobardía para esquivar el rechazo a lo que es tóxico o, si acaso, hacerlo tibiamente, con tal de no afectar una agenda política.

Ni la agenda de un gobierno, ni la ausencia de ella en sus opositores políticos, importan más que contener la violencia o cuidar la fragilidad de la democracia mexicana. Ni en Sinaloa ni en Baja California.

De alguna forma se ha caído en la perversión de sentirse satisfecho­s con rescatar migajas entre lo que ni siquiera debió ser problema. Se aplauden acciones olvidando que con un gramo de inteligenc­ia es mejor no entrar en una crisis a, provocarla para luego quedarse con el escenario menos malo de la batalla.

En dos ejemplos, pese a su distancia, la arrogancia nubló las capacidade­s de prever lo evidente: en la demagogia los adornos solo visten el discurso y no sus efectos.

El cerco que vivió Culiacán esta semana guardará las imágenes de padres intentando cubrir a sus hijos del peligro bajo ráfagas. La criminalid­ad no solo secuestró al país con la corrupción, lo hizo también a través de la insensatez de cada gobierno. La repetición de estrategia­s que orillaron al desastre en el que la violencia se sostiene como caracterís­tica nacional, no cambia sus resultados por el origen de la impericia.

En paralelo, la falta de previsión en la crisis política de Baja California ha llevado a que el mal menor, sea la promulgaci­ón de una ley que jamás debió considerar­se. Barbaridad cambiar con ella, incluso si solo es temporalme­nte, el plazo por el que un gobernante ha sido electo.

En el otoño de Sinaloa, su mal menor fue la renuncia del Estado a la captura de un capo. Asunto menos importante que la falla de origen: insistir en aquello que solo ha traído calamidade­s. Qué extraño consuelo son los militares en la calle. Las virtudes de la abdicación ante el mal mayor no evitan la mediocrida­d, como la aceptación de la ineptitud tampoco la anula.

Escudarse en el mal menor para no adquirir compromiso es hacer tribu y no política. Ahí hemos estado siempre. Seguimos en la elección, defensa y ataque de la tribu. Si tan solo nos diéramos cuenta de que el escenario tribal se encuentra peldaños abajo que el Estado. Podremos decir cuantas veces se quiera que hablamos de democracia y legalidad. Nuestra simulación permite decir muchas cosas.

Es simulación respetar la ley mientras ésta no obligue, es simulación jugar con la ambigüedad para eludir la mentira, aunque se haya pronunciad­o horas antes. Es simulación actuar sin cuidado y afirmarse responsabl­e. Es simulación decirse demócrata y dejar que ésta descanse en su último recurso, los tribunales.

El somos distintos, resulta tan vacío como cuantas veces se repita para no aceptarse similares. La simulación no es privativa de los gobiernos anteriores, compone el sistema político mexicano para la continuida­d de maneras convenient­es. El mal menor, una disculpa de la que nos resistimos a salir.

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