Milenio

Los rojos de España no usaban sombrero

- Pérez-Reverte

Lo digo de guasa, naturalmen­te. No se alarmen. Es un título trampa, para que me lean. Me limito a recordar la frase publicitar­ia de un sombrerero de Madrid de los años 40, sectaria pero impactante, Los rojos no usaban sombrero: un clásico en la historia de la publicidad en España. Me viene a la memoria porque varias veces mencioné los sombreros en esta página, y un lector pregunta la causa; por qué los uso y desde cuándo. Y como hoy no se me ocurre nada mejor, hablaré del asunto.

Los sombreros me son familiares desde hace mucho, por razones profesiona­les. En mis tiempos de reportero dicharache­ro de Barrio Sésamo, el trabajo lo realizaba con frecuencia en lugares donde el sol era un castigo. Así que en los años 70 empecé a utilizar lo que entonces llamábamos sombrero de jungla, hoy conocido bajo otros nombres, pero entonces de uso casi exclusivam­ente militar. Tenía uno de lona verde, del ejército inglés. Y en el Sáhara, en Eritrea, en el Líbano, en Chad, en Iraq, me ahorró muchas insolacion­es, sobre todo en esas duras caminatas en las que durante semanas la única sombra que encontraba­s era la de tu sombrero.

Aquella vida, como digo, me habituó a ir cubierto. Después, el cambio de costumbres relegó es aprenda al campo y al mar. Pero haceunos diez años, el sombrero volvió a formar parte de mi vida. Las razones son varias. De una parte, aunque suelo vestir de modo informal, con chaqueta y pantalones chinos en verano y con pantalones de pana y chaquetas de tweed en invierno, cuando salgo ala calle o viajo intento mantener una apariencia correcta, por respeto hacia mí mismo y hacia mis lectores. Y el sombrero a porta utilidades específica­s. Por una parte, protege del frío y la lluvia. Por otra, tengo 68 tacos de almanaque, el pelo ya me clarea y lo llevo muy corto, lo que me expone a los rayos del sol, yeso no es bueno. Además no me gustan las gorra s debe is bol, ni esos gorros de pescador que se llevan para el sol o la lluvia. Así que el sombrero clásico es una solución práctica. Y también, en estos tiempos de general desaliño, gorra sal revés, chanclas y calzoncill­os, tiene su punto complement­ario de desafío. De personal chulería.

Un sombrero, si me permiten que lo diga, no puede llevarlo cualquiera. Ni de cualquier manera. Ni cualquier sombrero. Es ridículo en quien no sabe llevarlo y delicado en quien sabe. Hay fulanos que se lo ponen como si llevaran un gorro y quedan como para darles un escopetazo, por no hablar de quienes lo conservan puesto, o la gorra, cuando están en un restaurant­e. Y lo de usar el sombrero adecuado para cada uno y cada situación no es ninguna tontería. Europa, por ejemplo. Hay cabezones a los que van bien alas más anchas tipo Fedora, mientras que otros preferimos el ala mediana de un Trilby de copa no demasiado baja –de ese otro de ala cortísim aque usan cantantes y músicos tengo orden de aleja miento –. Hablo de fieltros para el invierno, mientras que en verano la prenda obligada es un panamá, del que los mejores son los ecuatorian­os Montecrist­i, aunque hay otros asequibles de buena calidad. En cuanto a los fieltros, conviene tenerun par de los que duran toda la vida–aunque encogen ligerament­e con el uso –, de colores discretos y combinable­s con abrigos y chaquetas. UnBorsa lino, por ejemplo, que no es un modelo sino una marca, o un Bates o un Lock ingleses, aunque hay marcas menores muy buenas y elegantes. Yo uso mucho cuando viajo los ligeros de gabardina, válidos para el invierno y para el verano, que son sufridos, baratos y protegen de la lluvia.

Y, bueno. Cubrirse con un sombrero como Dios manda también tiene algo de arte, supongo. De técnica depurada por décadas y centurias de uso masculino. Hasta la forma de colocársel­o tiene su aquél. Por supuesto, ni se me ocurre aspirar a manejarlo como hacían mi padre o mi abuelo, con su inimitable forma de tocarse al ala al saludar a alguien de paso, tenerlo en una mano mientras conversaba­n o ponerlo bajo la silla cuando no había donde colgarlo, con una naturalida­d admirable y elegante. Así aprendimos muchos de quienes usamos sombrero las maneras adecuadas, que son casi códigos: descubrirs­e al saludar a una señora o aun desconocid­o, saber cómo tenerlo en las manos o dónde dejarlo, quitárselo­siempre bajo techo excepto en aeropuerto s y estaciones de tren, y todos esos detalles que convierten el sombrero no en un adorno superfluon­i un estorbo, sino en algo útil y, al mismo tiempo seña de educación de cada cual. En prueba de que en los tiempos que corren, aunquees cierto que todos somos iguales, algunos resultan más iguales que otros.

* Miembro de la Real Academia Española

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LUIS M. MORALES
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