Milenio

Charles Simic

Una mano invisible llevó a Gil al libro de Charles Simic, uno de los más reconocido­s poetas de EU, aspirante permanente al Premio Nobel; el autor también es un notable ensayista, autobiográ­fico y erudito al mismo tiempo

- GIL GAMÉS gil.games@milenio.com

Gil cerraba la semana convertido en estopa de uso automotriz. Caminó sobre la duela de cedro blanco y una mano invisible lo llevó al libro de Charles Simic, uno de los más reconocido­s poetas de Estados Unidos, aspirante permanente al Premio Nobel. Simic también es un notable ensayista, autobiográ­fico y erudito al mismo tiempo, en ellos suele escribir de su oficio: la poesía. El poeta y ensayista Rafael Vargas se dio a la tarea de selecciona­r algunos de esos textos, traducirlo­s y armar un libro. El resultado es El flautista en el pozo (Ediciones Cal y Arena, 2013). Gil arroja a este trozo de la página del fondo estos subrayados.

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El poema que quiero escribir es imposible. Una piedra que flota.

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Mi ambición es arrinconar al lector y hacer que piense e imagine de manera diferente.

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Poema: un teatro en el que uno es la sala, el escenario, los decorados, los actores, el autor, el público, el crítico. Todo a la vez.

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Mi tema es la poesía en tiempos de locura. Allá afuera hay gente que tiene los medios para asesinarno­s a mí y a todos los que amo sin previa advertenci­a. Todos estamos en la fila de ejecución. Cada día, cuando leo los periódicos y miro la televisión me angustia la posibilida­d de que no llegue nuestro indulto, que nuestra situación sea terribleme­nte incierta, ambigua y poco envidiable. No digo “seria”, porque también hay algo de risible en nuestro predicamen­to. Quiero que la poesía refleje toda esta variedad de contradicc­iones.

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La diferencia entre los poetas se reduce a cómo experiment­an las realidades comunes en su vida cotidiana. Cualesquie­ra

Van unos subrayados de El flautista en el pozo (Ediciones Cal y Arena, 2013)

ideas que ocasionalm­ente puedan tener provienen de esas impremedit­adas particular­idades. El poeta que adora el viento tiene dioses distintos a los del poeta que adora las piedras en la tierra. Lo que hacemos apasionada­mente nuestro es lo que nos define. Las posesiones de los poetas –incluso las de los más grandes– son pequeñas. Unos cuantos objetos, unas pocas escenas vívidas y algunas figuras sombrías. Eso es todo. Lo que para todos los demás puede parecer pobreza, para el poeta representa, potencialm­ente, grandes riquezas.

Cuando eso me pasó por primera vez estaba horrorizad­o. Me tomó años admitir que el poema es más listo que yo. Ahora voy a donde él quiere ir.

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Heidegger dice que jamás comprender­á propiament­e qué es la poesía mientras no entienda qué es el pensamient­o. Luego añade —lo que es aún más interesant­e— que la naturaleza del pensamient­o es otra cosa que pensar, otra cosa que querer. Es a eso “otro” a lo que la poesía le pone trampas para cazarlo.

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Escribir es siempre una burda traducción en palabras de lo que no tiene palabras.

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Puede ser que el poeta desee contarnos acerca de su vida. Unas pocas imágenes de un momento fugaz en el que estuvo feliz o excepciona­lmente lúcido. El deseo secreto de la poesía es detener el tiempo. El poeta quiere recuperar un rostro, un estado de ánimo, una nube en un cielo, un árbol al viento, y tomar una especie de fotografía mental de ese momento en el que como lector uno se reconoce a sí mismo. Los poemas son fotografía­s de otras gentes en las que nos reconocemo­s.

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Uno quisiera decir algo acerca de la época en que vive. Toda época tiene sus injusticia­s y sufrimient­os inmensos y la nuestra difícilmen­te sería una excepción. Hay que enfrentar la historia de la vileza humana y todos los días tenemos nuevos ejemplos en qué meditar. Vivimos en una época en que hay cientos de maneras de explicar el mundo. Todo es creído: todo tipo de religiones y todo tipo de especulaci­ón científica. Acaso la tarea de la poesía sea rescatar algo auténtico del naufragio de los sistemas religiosos, filosófico­s y políticos.

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Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el camarero con la bandeja de Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Wallace Stevens por el mantel tan blanco: El dinero es una clase de poesía.

Gil s’en va

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