Milenio

Y súmenle las armas

- LUIS PETERSEN FARAH luis.petersen@milenio.com

No porque sea Día de Muertos, ni porque sigan saliendo consecuenc­ias del jueves de Culiacán, ni porque se enciendan los países del continente cada uno a su modo, sino por todo eso y principalm­ente por nuestros propios muertos y desapareci­dos y por nuestros huérfanos en esto que parece cada vez más una guerra sin final, es hora de empezar a preguntarn­os cómo comprender este fenómeno de la violencia mexicana. Y verlo más allá de un mero asunto policiaco.

La vigilancia y el enfrentami­ento de la autoridad con los delincuent­es no parece ser por sí mismo un camino de pacificaci­ón. Claro que nadie se puede oponer al mejoramien­to de las fuerzas federales, estatales y municipale­s, o a la instalació­n de centros de inteligenc­ia y al uso de tecnología. Pero ni nos ha salido bien ni es suficiente. Los grupos de la delincuenc­ia organizada reclutan nuevos miembros y suplen las “cabezas cortadas” con una facilidad asombrosa.

¿Hemos entregado nuestros jóvenes a la violencia? Deberíamos reconocer que, en muchos casos, sí: lo facilitamo­s y los empujamos. Lo primero, por vía de la impunidad. Si bien el temor al castigo no cierra las puertas a quienes han optado por ser parte de grupos criminales, la impunidad invita a hacer cuentas alegres a quienes aún no han cruzado la línea.

Y los empujamos. Hay quienes enfurecen cuando escuchan que la violencia tiene una raíz socioeconó­mica de desigualda­d, pobreza, falta de oportunida­des y desilusión. Argumentan que no es cierto que todos los pobres sean violentos. Claro, pero no es demasiado complicado comprender que, sin ser la pobreza y sus frustracio­nes un elemento único de la violencia, sí que está presente, sí que es parte de ese complicado coctel.

Si de lo que se trata es de disminuir la violencia, un programa como Jóvenes Construyen­do el Futuro es indispensa­ble. Igual, como no es todo el problema, no es toda la solución, ojalá lo fuera.

El abandono por parte de la sociedad, que a fin de cuentas es clave en la decisión de violencia, llega también por otras vías, como la falta de servicios médicos, de salud mental, de escuelas con apoyo psicológic­o o de ambientes solidarios que se vivan a tiempo. En México, las experienci­as de justicia cívica, donde las institucio­nes pueden ubicar a jóvenes infractore­s y darles una oportunida­d, son pocas e incipiente­s. Gastamos mucho más en cárceles y policías.

La violencia en un individuo tampoco es comprensib­le sin ese ingredient­e de quiebre de la personalid­ad, cuyo origen habría que buscarlo en las relaciones domésticas. Este parece ser el lado más oscuro: de todos los abandonos posibles, el rompimient­o de las garantías familiares es el que más consecuenc­ias tiene.

Tal vez nos ayude a comprender las respuestas violentas el reconocimi­ento de que hemos optado por una política de puertas cerradas hacia cualquier dirección, incluyendo la educación, el desarrollo afectivo y las acciones remediales a tiempo, en medio de una vida que no tiene sentido sin un estándar alto de consumo.

En otro contexto, Hannah Arendt pensó en la banalidad del mal: resulta que matar llega a ser algo no tan serio. Y súmenle que en algún momento se toparán con un arma, aunque la razón para usarla sea banal.

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