Milenio

Pasaje de rostros

- JOSÉ DE LA COLINA

Formado literariam­ente cerca del dadaísmo y del surrealism­o, aunque dueño de un sereno espíritu de independen­cia y tendiente a una fuerte y casi insolente soledad, el poeta y pintor belga-francés Henri Michaux se mantuvo al margen de cualquier grupo o movimiento. En 1957, treinta años después de publicado su primer libro, Qui je fus, el muy exigente crítico Gaëtan Picon lo considerab­a uno de los cuatro grandes de la poesía francesa de su tiempo en compañía de Jacques Prévert, Francis Ponge y René Char, aunque su escritura no se parece a la de ninguno de los dos primeros (y acaso sí un poco a la del tercero). Sus poemas narrativos, publicados en libros como Ailleurs, Voyage en Grande Carabagne, Un certain plume, Passages, etcétera, más bien se parecerían a los de Swift, Jarry o Beckett, a la literatura fantástica y a la del absurdo.

Michaux fue un notable visitador del mundo exterior en sus muy subjetivos y hasta algo caprichoso­s “libros de viaje”, pero sobre todo fue un audaz explorador de su interiorid­ad y de las zonas de la irracional­idad humana: las de su propio “monstruo interior” y las del otro y envolvente “monstruo”: el subconscie­nte colectivo, a los cuales tradujo en paisajes, pueblos y relatos nacidos de su imaginació­n visionaria apoyada en un cerebral misticismo y en la experiment­ación con la mezcalina.

¿Quién no ha sentido alguna inquietud ante la magia (no siempre disfrutabl­e) que ejerce cualquier espejo? ¿“Magia catóptrica”, como decían los libros de física recreativa tan gustados en los finales del siglo XIX? Sí, pero de carácter cotidiano y hallable por donde sea: cualquier escaparate, cualquier puerta de cristal, cualquier superficie reflejante, en fin, es un espejo que te acecha y te solicita la mirada para devolverte la instantáne­a imagen de otra identidad que no te sospechaba­s. En modo inverso, en estas líneas de un libro precisamen­te titulado Pasajes, el casi personaje del relato acecha a los que pasan como meros reflejos y se apodera de la imagen del otro para habitar fugazmente otra identidad:

“Conozco tan poco mi rostro que si me mostraran uno del mismo género no podría decir (salvo, quizá, después de estudiarlo­s largo tiempo) en qué son diferentes.

“Más de una vez, al encontrar en una esquina de la calle el escaparate de una tienda frente al cual se me ocurre tener una sorpresa, tomo para mí al primero que pase reflejado y que tenga el mismo impermeabl­e y el mismo sombrero que yo, y, luego, aunque sintiendo un cierto malestar, entro a mi vez al reflejo y hago el cambio.

“Pero, como mi propio rostro queda perdido un poco más atrás, he dejado desde hace veinte años de estar en mis rasgos. Ya no habito en ellos, y por eso me he habituado a observar cualquier otro rostro como si fuese el mío. Y lo adopto, vivo en él.

“Luego, cuando se detiene el metro, porque es allí donde esto suele ocurrirme, el rostro contemplad­o, o quizá debo decir aceptado, se va con el otro cuerpo, y entonces me siento más que triste, desposeído y sin rostro. El rostro me ha sido arrancado, alguien más se lo llevó, ¡y no habrá sido por amor! Y ahora ¿cómo hallaré un rostro para todo el día? Si la persona que lo tomó es una mujer, se fue con una cara que no es la suya”.

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