Riqueza mala y riqueza buena
El proceso revolucionario de 1910 pretendió desmantelar un orden injusto pero, aparte de causar una gran destrucción de riqueza, terminó confiscado por un nuevo linaje de sujetos ávidos de poder personal que pasaron años enteros asesinando a sus adversarios políticos
La riqueza es muy impopular en México porque “los ricos” están siempre bajo sospecha. Sus fortunas no resultarían del ejemplar espíritu emprendedor que se les supone a los individuos exitosos sino de los maridajes que hubieren celebrado con el poder político, o sea, de enchufes, acomodos, arreglos debajo de la mesa, oscuras complicidades y toda suerte de corruptelas. No son infundadas las suspicacias porque nuestro capitalismo ha florecido en un sistema cerrado, no liberal, de selectiva repartición de privilegios a una casta de allegados al tlatoani de turno y sus segundones. El otorgamiento de prebendas y canonjías, además, fue un elemento inseparable a las prácticas clientelares instauradas desde sus orígenes por el régimen del PRI y por ello se consolidó aquí una economía de compadres opuesta a los usos de la meritocracia que cultivan países que son más prósperos y avanzados precisamente por su disposición a reconocer el talento individual, a integrar a cualquier individuo industrioso en los procesos productivos y a otorgar las mismas oportunidades a todos los competidores independientemente de sus proveniencias, afiliaciones políticas y parentescos.
El proceso revolucionario de 1910 pretendió desmantelar un orden injusto pero, aparte de causar una gigantesca destrucción de riqueza, terminó confiscado por un nuevo linaje de sujetos ávidos de poder personal —muy violentos, encima— que pasaron años enteros asesinando a sus adversarios políticos —o sea, matándose los unos a los otros— hasta que uno de ellos pudo terminar con la escabechina y establecer un modelo de partido único que terminó apenas, miren ustedes, cuando Vicente Fox asumió la presidencia de la República en el año 2000 aunque, hay que reconocerlo, ese régimen emprendió igualmente reformas sustantivas y comenzó a sentar las bases de un proceso democratizador, por no hablar de la consolidación de gran número de instituciones de la República y de la liberalización de la economía.
Pero como heredero autoproclamado de la lucha revolucionaria, el hegemónico Partido Revolucionario Institucional adornó en un principio su discurso de inflamadas retóricas nacionalistas y constantes referencias a los protagonistas de la mentada revuelta, invocando a la vez su “profunda vocación social” y pretextando la salvaguarda de los elusivos principios de una Revolución Mexicana, con obligadas mayúsculas, que debía ser el gran eje rector de las políticas públicas implementadas por los sucesivos gobiernos revolucionarios.
En los hechos, ese régimen se dedicó a incorporar en sus filas a todos los posibles actores sociales, económicos y políticos de la nación, incluidos los intelectuales y los artistas — sirviéndose muy hábilmente de todos los recursos del corporativismo y aplicando recetas de corte desaforadamente clientelar— y creó así un universo en el que encontrarse fuera de tal sistema era “vivir en el error”. La clase empresarial marchó siempre al paso dictado desde el poder y, salvo los desencuentros habidos en los tiempos del más conspicuo populista de los que llegaron a sentarse en la silla presidencial —de nombre Luis Echeverría— y más allá de las ruinosas decisiones económicas que tomó su sucesor, el acceso a la riqueza en México fue siempre asunto de estar en plena connivencia con los que mandaban, de saberse “colocar” con los de arriba, de pactar negocios y, desde luego, de repartir las consiguientes cuotas a los encargados de otorgar concesiones y permisos.
La antedicha “Revolución” y el régimen “revolucionario” que engendró no lograron —a pesar de tanta demagogia, de la fiereza de la retórica, de los millones y millones de pesos que cosechó la hacienda pública en los tiempos de la “bonanza petrolera”, de la “rectoría económica del Estado”, de la “defensa de la soberanía” y de lo que fuere que pudieren inventar nuestros muy augustos gobernantes— crear un verdadero bienestar para los ciudadanos de la nación mexicana, ni acabar con la pobreza, ni educar bien a los niños de la patria, ni mucho menos instaurar un Estado de derecho con las debidas certezas jurídicas para hacer justicia a todos. El saldo es a todas luces negativo, señoras y señores, y justamente de ahí se ha nutrido el discurso del actual presidente de la República y de ahí viene la aceptación ciudadana que tiene Obrador aunque en el momento de hacer las cuentas y cuadrar los números no cuestione él las fallas del estatismo ni mucho menos impugne el legado “revolucionario” sino que dirija sus baterías a los “ricos y poderosos” que medraron a la sombra del sistema.
El tema es ése, sin embargo, porque lo importante ahora no es arremeter contra la “riqueza” —entendida como expolio, explotación, abuso y fuente de desigualdad— y, de paso, azuzar el resentimiento de millones de mexicanos, sino que es momento de redefinir los procesos para abrir el mercado, de promover el impulso emprendedor de nuestra gente, de echar a la basura la absurda y estorbosa tramitología impuesta por la nefaria burocracia y, desde luego, de acabar con la corrupción. Por ahí es por donde va la cosa.
“Ya hay que redefinir los procesos para abrir el mercado y promover el impulso emprendedor”