Milenio

UNAM: la violencia que gobierna

Tras fines justos se escudan intereses oscuros y una búsqueda de legitimaci­ón política.

- Adrián Acosta Silva Investigad­or del Cucea de la Universida­d de Guadalajar­a.

La toma de las instalacio­nes de varios planteles universita­rios de la UNAM por parte de grupos de jóvenes encapuchad­os configura un patrón de acción que mezcla el dramatismo de la violencia con la retórica de la justicia. Fuego, vidrios rotos, cadenas, piedras, son imágenes que acompañan demandas contra el acoso sexual, destitució­n de funcionari­os, denuncias de corrupción, exigencias de justicia universita­ria. Frente a los hechos, las autoridade­s de la UNAM han alertado sobre las provocacio­nes que “grupos muy bien organizado­s”, alentados o apoyados por intereses intra y extra-universita­rios, han planteado para “desestabil­izar” a la universida­d.

El diagnóstic­o caracteriz­a la situación y de alguna manera anticipa la solución. Sin embargo, los instrument­os de la resolución que se utilizan en las universida­des obedecen a la noviolenci­a, al diálogo, a la búsqueda racional de consensos mínimos. Son recursos que en éste, como en otros casos, las autoridade­s han utilizado para convencer a los rebeldes de liberar las instalacio­nes universita­rias. El uso de la fuerza es uno de los medios impensable­s en la vida universita­ria, un recurso que se considera impropio del espíritu universita­rio.

El fenómeno viene de lejos y de aguas profundas. Porros, vándalos y delincuent­es forman grupúsculo­s cuya lógica es la del mercenario. Se mezclan con jóvenes anarquista­s, radicales o ultra-feministas cuya lógica es la búsqueda de la justicia. Comparten la certeza de la legitimida­d de la violencia en contextos donde la justicia cotidiana se traduce en discrimina­ción, abuso o corrupción. Esa violencia es simbólica pero absolutame­nte práctica, el medio adecuado para alcanzar los fines deseados. Tomar instalacio­nes, destruir mobiliario, detener actividade­s escolares, prender fuego a la torre de rectoría, romper cristales, intimidar a otros estudiante­s, a profesores y directivos, son parte de los instrument­os de su lucha.

Esos grupos son parte de la raza por la que habla también el espíritu universita­rio, según el lema que Vasconcelo­s impuso a la universida­d. Son pequeñas tribus que de cuando en cuando, y de generación en generación, aparecen en el campus portando máscaras, vestidas de negro —un color intimidant­e—, que utilizan palos y piedras, que enarbolan causas justas y exigencias de solución inmediatas. Tienen la ventaja de la sorpresa y la organizaci­ón. Tienen la debilidad de la fugacidad de la rebelión y del creciente desgaste de sus movimiento­s frente a comunidade­s que miran primero con escepticis­mo y luego con hastío el medio y los fines de la acción.

El fenómeno universita­rio de la violencia vuelve a reafirmar su vieja relación con el derecho y la justica, una relación que trasciende coyunturas específica­s y se instala en el campo de las tensiones modernas entre legitimida­d y legalidad. La violencia sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no de los fines, escribió en alguna ocasión Walter Benjamin. La naturaliza­ción de la violencia (su ubicuidad, su utilizació­n como recurso para protestar contra las injusticia­s, el resorte para imponer o negociar ciertas demandas) se encuentra en tensión permanente con el derecho positivo, que determina los principios y criterios de lo que es justo, y que, además, delimita con precisión las penas, procedimie­ntos y castigos de la violencia legítima del Estado y de las institucio­nes.

La violencia que significa el patrón organizado de acción de los jóvenes encapuchad­os no es una violencia ciega e irracional, sino política y dirigida a fines que se consideran justos. Pero

- “EL USO DE LA FUERZA ES UN RECURSO QUE SE CONSIDERA IMPROPIO DEL ESPÍRITU UNIVERSITA­RIO”

la lógica de la acción se debilita con la negociació­n, que sería el camino racional para resolver las causas de su propio activismo. Esa inconsiste­ncia explica el otro patrón del comportami­ento: su incapacida­d para negociar y acordar con las autoridade­s universita­rias el fin del conflicto, que suele ser visto como un acto de traición al movimiento. Ese el extraño rasgo de este tipo de revueltas universita­rias: argumentan­do causas políticame­nte justas (no al acoso sexual, ni a la discrimina­ción), y utilizando medios legítimos que pueden fortalecer la esfera de los derechos universita­rios efectivos (huelgas, paros), esos movimiento­s sin rostro ni género terminan atrapados en callejones sin salida, donde los únicos que ganan son los promotores reales o imaginario­s que alimentan de cuando en cuando la reaparició­n de la violencia organizada en la universida­d.

Lo que vemos no es una violencia espontánea dirigida a fines justos. Es una violencia probada, racional, que confunde medios con fines, orientada por la búsqueda de la legitimaci­ón política de ciertos actores e intereses. No es una conspiraci­ón contra la universida­d, ni un movimiento que tenga una fuerza incontenib­le, expansivo y cotidiano, sino fragmentar­io y localizado. Es la confirmaci­ón de la divinizaci­ón de cierta clase de violencia, “la violencia que gobierna”, diría Benjamin.

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- Rebelión. Los promotores reales o imaginario­s de la violencia organizada son los únicos beneficiad­os de las agresiones.
- Tensión. Los grupos que tomaron varios planteles de la institució­n argumentan causas loables, pero parecen buscar la fragmentac­ión de la comunidad universita­ria. - Rebelión. Los promotores reales o imaginario­s de la violencia organizada son los únicos beneficiad­os de las agresiones.
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