Las resoluciones
Inventaré un espacio seguro y un lenguaje cifrado. Colocaré en sus sitios las rimas internas que difícilmente pueden ser externas en la prosa. Elaboraré un reglamento. Incluiré en el reglamento la siguiente frase: “sin ironía no hay civilización”. Me preguntaré a qué civilización pertenezco y qué ironía me corresponde. Acataré la orden: no se deben caricaturizar las discusiones fundamentales. Ofreceré una disculpa. Me aseguraré de que en adelante las caricaturas me tengan solo a mí como tema. Trazaré dibujos en una página del reglamento con un crayón verde: los palos de los brazos y los palos de las piernas y los círculos de la cabeza. Debajo escribiré “persona”. Será el género elegido en el espacio seguro. Reconoceré que carece de radicalismo y que sin duda es cursi, una antigualla, como la melanina ponderosa de mi tía Ubelia o el “aboli bibelot” de Mallarmé. Recordaré su origen de máscara y luego buscaré su primera definición: “individuo de la especie humana”; después la segunda: “hombre o mujer indeterminados cuyo nombre se omite o desconoce”. Supondré que en la disyuntiva se vale introducir cierto grado de neutralidad. Me diré que resulta irónico ser hombre o mujer. Me diré también que la civilización no es un asunto voluntario, sino meramente lo que está afuera del espacio seguro y lo que yo manipulo según las circunstancias. Me sorprenderá el privilegio de la especie. Me sentiré redimida por su modesta parte humana.
Pero no será fácil mi reglamento. La ironía prohíbe la burla. “Cualquier cosa puede decirse y, en consecuencia, escribirse sobre cualquier cosa”, declara George Steiner en Presencias reales; incluso, agrega, sobre nada. ¿Y qué es nada? La más excelsa de las ironías, afirmaría yo solemnemente. O una persona sola que habla consigo misma y se aconseja idear un pacto para el desacuerdo; fabrica una caja de vidrio y se encierra en la caja y concibe discusiones razonables sobre acontecimientos irracionales o atroces. “Los cuchillos del decir cortan con más profundidad”, advierte Steiner. Los tonos suaves amortiguan las heridas. Procuraré que mi lenguaje cifrado anule las interpretaciones, los dobles sentidos: todo será muy correcto. Habrá un pizarrón en mi espacio seguro y un trozo de gis: La persona aprenderá a guardar silencio. Evitará a los terceros en discordia. Esperará su turno. George Orwell vendrá siempre al caso: “No hay ningún crimen, absolutamente ninguno, que no pueda condonarse cuando lo comete ‘nuestro’ lado”. Me fijaré en las contiendas, en los argumentos, en las prohibiciones. Revisaré los índex de cada día. Copiaré más frases de Orwell: “No hay ‘Ley’, solo poder”. “Cuando entra en juego la lealtad, la compasión deja de funcionar”. Le pondré un asterisco a “lealtad”, dos a “compasión”. Ahondaré en los significados de la paradoja. Apuntaré pendientes en mi reglamento. Uno será el miedo; otro, los rasgos de mis caricaturas. Señas de identidad para cuando se pregunte quién es.
Acataré la orden: no se deben caricaturizar las discusiones fundamentales