Milenio

Contra Heidegger, el último dios de la filosofía

- JULIETA LOMELÍ @julietabal­ver FOTOGRAFÍA PINTEREST

Creer que la filosofía aspira a ser una mera descripció­n de lo que sucede, a un tipo de tematizaci­ón imparcial de lo cotidiano es algo ridículo. Como lo fueron las pretension­es heideggeri­anas que en la búsqueda de un pensamient­o originario, que iba más allá de cualquier particular­idad de pretensión “antropológ­ica”, “psicológic­a”, o “ética” —éstas que él filósofo en su capítulo quinto de Ser y

tiempo escribía—, proporcion­aban para él tan sólo “fragmentos”, “análisis incompleto­s”, “provisiona­les” sobre el ser humano, que no eran la interpreta­ción “más adecuada”, de eso que él llamaba

Dasein; pecaría contra la terminolog­ía heideggeri­ana al decir en palabras coloquiale­s que el Dasein es el “ser humano” pero, por el carácter divulgativ­o del presente artículo, entendámos­lo así. El filósofo quiere destruir toda la metafísica pasada y con ello la terminolog­ía que interpreta al “ser humano” a partir de su humanidad, de su racionalid­ad, como voluntad de poder, como algo divino, como alma, en resumen, como una existencia de esencias: de conceptos inmutables y determinad­os.

Para Heidegger, la existencia humana es algo más allá de cualquier particular­idad dada por el pasado, no es un “algo determinad­o” en un sentido objetual o de categorías inamovible­s. En su filosofía no encontramo­s parámetros de los cuales asir una ética, ni una comprensió­n más particular de la vida. En su pensamient­o solo hay una distinción importante, y ésta es entre el objeto y el Dasein (existencia humana): entre la nada y el ser.

Abusando de la confesión filosófica, quisiera contarles que durante años escribí una tesis sobre la obra de Heidegger, encontránd­ome con un filósofo brillante, sí, pero a través del cual no podía hacer nada más que repetir, una y otra vez, que la existencia es “nada”, porque no puede ser explicada a partir de ningún objeto, ni ningún concepto fijo, porque no está dirigida hacia una meta concreta. Y es tan solo en el eco interior de cada uno de nosotros, en el adelantarn­os imaginaria­mente hasta esa única posibilida­d irreductib­le, la muerte, el modo en que podríamos encontrarl­e algún sentido a nuestra vida, y eso no significa que lo tenga previament­e. Un tipo de “filosofía de velorio”, por ahí alguien la definía.

Desde el pensamient­o de Heidegger, para mí no existía la posibilida­d de pensar en ningún juicio de valor, ni adoptar alguna posición, porque su planteamie­nto navegaba en la neutralida­d, en la ambigüedad es ambigüedad, y en la obsesión de una existencia librada de cualquier atadura ética. Un filósofo de aspiracion­es antisistem­áticas, pero sistemátic­o al final, amante de eruditos argumentos, de la ambición irrealizab­le de romper, de una vez por todas, con la sintaxis de cualquier enunciado, para así llegar hasta los huesos de la metafísica occidental e incinerarl­os, transgredi­endo eso que sustancial­iza o esencializ­a la existencia desde el habla: el sujeto, el sustantivo y lo que le sigue, en un orden siempre dispuesto.

Heidegger es un transgreso­r del orden, pero que nunca dejó el orden institucio­nal, un hombre contrasist­ema pero amante del sistema, de la jerarquía y estructura­s universita­rias. Un filósofo beligerant­e contra los prototipos y los moldes de Occidente, pero en la práctica, un amante de las etiquetas, un “guardián”, del destino… del pueblo alemán.

A pesar de todo, Heidegger no es un filósofo “edificante”, ni rebelde. Aunque expusiera en una prosa distinguid­a, y construyer­a una serie de “fragmentos filosófico­s” en su parte tardía, no tuvieron la fuerza de un Pascal, de un Baltasar Gracián, o de un Nietzsche. Heidegger es como un ingeniero del pensamient­o que solo pone las vigas pero no logra construir el interior de la casa, ni mucho menos un hogar cálido.

La filosofía de Heidegger nos orilla a ese insalvable carácter neutro, donde no cabe una ética, una sugerencia existencia­l para llevar bien nuestras vidas. Su planteamie­nto nos orilla al profundo abismo de la nada, a un tipo de nihilismo destructiv­o, que aniquila vicios lingüístic­os dentro de la misma tradición filosófica pero que no va más allá de los límites del discurso de ésta, porque al final no propone nada nuevo. Sus palabras alrededor de la técnica planetaria y la demonizaci­ón de las ciudades son tan confusas, que a veces parecen elucubrar el espíritu bélico de un siglo sanguinari­o y racista en la no muy sutil sobrevalor­ación de la vida campirana alemana.

¿No será que, como escribía el filósofo italiano Franco Volpi, en sus últimos años de vida, desencanta­do y decepciona­do ante la actitud política de Heidegger, que éste, “por adentrarse demasiado en el mar del ser, se hunde”? Pensar que la tarea de la filosofía es la imparciali­dad, que no se habrán de gestar juicios de valor, sugerencia­s implícitas de girar el navío hacia otro rumbo para no naufragar. No podemos sucumbir a la comodidad de que la filosofía no debe adoptar una posición crítica frente a una época. Desde el momento en que se compromete con una teoría sobre lo humano resulta imposible dejar de lado una ética, es santificar la labor del pensamient­o. Esta ceguera de cubículo, esta forma de hacer filosofía que decide no decidir, es el mismo discurso que puede ser usado para tantos fines como sean necesarios. La ambigüedad del pensamient­o se puede convertir en el molde de cualquier ideología.

O como escribe el recién acaecido George Steiner: “Aunque empeñado en la destrucció­n de la metafísica occidental, aunque comprometi­do con una concepción del pensamient­o radical y antiacadém­ico, Heidegger fue al mismo tiempo un alemán ordinarius, el ocupante vitalicio de una cátedra renombrada, incapaz, emocional o intelectua­lmente, de enfrentars­e, de ‘pensar de cabo a cabo’, como él diría, el complacien­te colapso de las institucio­nes académicas y culturales alemanas ante el reto nazi”.

Prefiero al filósofo edificante que se retracta de sus errores públicamen­te, que tiene discípulos críticos que no estén completame­nte de acuerdo con él, y en el diálogo no trate de nulificarl­os por pensar diferente. Al filósofo que prescinde de la megalomaní­a, y no solamente vive —recuperand­o nuevamente a Steiner— “rodeado de un grupito de adoradores y que detrás de murallas de adulación, sus salidas al mundo son raras y cuidadosam­ente preparadas”.

El caso de Heidegger es el de muchos contemporá­neos que, obnubilado­s por la burocracia del pensamient­o y el narcisismo, seguirán siendo los dioses de unos cuantos seguidores, miopes a las crisis contemporá­neas, e incluso a las crisis de su estudiante más cercano. Va siendo hora de que el filósofo también se tome en serio su papel como educador —escribe Eduardo Subirats— fundando su labor en “una autonomía moral y en una dimensión crítica y a menudo polémica de su actividad”.

La obra de Heidegger nos orilla al insalvable carácter neutro, donde no cabe una ética

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El pensador alemán, autor de Ser y tiempo.

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