Muy austera la cena, oigan
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Creo que ni vino tinto ni tequilitas ni mezcalitos, pero al final parece ser que
apoquinaron
A la clase empresarial le conviene y le interesa entenderse con el poder político. Lo peor que le puede ocurrir a un país desde el punto de vista económico es que su Gobierno se enemiste con los protagonistas del mundo de los negocios y que tome medidas para combatirlos. Miren ustedes nada más lo que ha pasado en Venezuela para darse una idea de las desastrosas consecuencias que tienen las embestidas del aparato estatal en contra de los sectores productivos.
Pero, lo más curioso de estas ofensivas anticapitalistas es que apuntan directamente contra ciertos empresarios o, en todo caso, contra un determinado grupo de inversores y, al final, resulta que emerge una nueva casta de privilegiados. En la mentada República bolivariana son los militares cercanos a Maduro quienes se reparten ahora el pastel y los que acaparan los negocios. En la Cuba castrista existe igualmente un clan de pudientes —los altos mandos del partido comunista y los amiguetes de la dinastía reinante, cómplices de las trapacerías de siempre— que disfrutan de todos los lujos imaginables mientras que al pueblo le recetan austeridades y severísimas privaciones en nombre de la “Revolución”. Es más, hasta se permiten pregonar, en bárbaros eslóganes propagandísticos, que la única alternativa al “socialismo” es “la muerte”. Así como lo oyen.
En un sistema como el nuestro —de libre mercado pero fatalmente contaminado de corrupción— la riqueza está bajo sospecha porque muchas fortunas han florecido, justamente, a la sombra de los politicastros. Y, bueno, los propios encargados de la cosa pública son los primerísimos en exhibir sus indiscutibles dotes para agenciarse a la brava los presupuestos del erario, para apoderarse de bienes públicos o, ya en plan menos depredador, cobrar suculentas comisiones al conceder contratos de carreteras o autorizar la construcción de centros comerciales.
Esta semana, hemos visto que el presidente de la República convocó, justamente, a un centenar de grandes empresarios para compartir el pan y la sal. Fue una atenta invitación a una cena austera en la que no figuraron platos extraños a nuestra idiosincrasia sino viandas estrictamente autóctonas. Son los usos de ahora, señoras y señores, los modos que se llevan. Es más, creo que ni vino tinto sirvieron a pesar de que en Baja California y otras regiones se producen ya muy buenos caldos. Tampoco ofrecieron los señores camareros del Palacio Nacional tequilitas ni mezcalitos. Ni hablar del champán de los tiempos del denostado Enrique Peña. No estoy seguro, con todo, de que tamaña frugalidad fuera una buena estrategia porque, oigan, escancian por ahí abundantes dosis de whisky de 18 años, de finos digestivos o de licores exóticos y los mentados patronos se ablandan y terminan por soltar más plata para la rifa. En fin, así fue y al final parece ser que apoquinaron de todas maneras.
El asunto es que esos millones que se comprometieron a abonar hubieran podido ser utilizados, más útilmente, en proyectos productivos. Es decir, en inversiones para crear empleo, generar impuestos y relanzar la economía. Pero, caramba, por lo menos ahí estuvieron los empresarios.