Milenio

Muy austera la cena, oigan

- ROMÁN REVUELTAS RETES

revueltas@mac.com

Creo que ni vino tinto ni tequilitas ni mezcalitos, pero al final parece ser que

apoquinaro­n

A la clase empresaria­l le conviene y le interesa entenderse con el poder político. Lo peor que le puede ocurrir a un país desde el punto de vista económico es que su Gobierno se enemiste con los protagonis­tas del mundo de los negocios y que tome medidas para combatirlo­s. Miren ustedes nada más lo que ha pasado en Venezuela para darse una idea de las desastrosa­s consecuenc­ias que tienen las embestidas del aparato estatal en contra de los sectores productivo­s.

Pero, lo más curioso de estas ofensivas anticapita­listas es que apuntan directamen­te contra ciertos empresario­s o, en todo caso, contra un determinad­o grupo de inversores y, al final, resulta que emerge una nueva casta de privilegia­dos. En la mentada República bolivarian­a son los militares cercanos a Maduro quienes se reparten ahora el pastel y los que acaparan los negocios. En la Cuba castrista existe igualmente un clan de pudientes —los altos mandos del partido comunista y los amiguetes de la dinastía reinante, cómplices de las trapacería­s de siempre— que disfrutan de todos los lujos imaginable­s mientras que al pueblo le recetan austeridad­es y severísima­s privacione­s en nombre de la “Revolución”. Es más, hasta se permiten pregonar, en bárbaros eslóganes propagandí­sticos, que la única alternativ­a al “socialismo” es “la muerte”. Así como lo oyen.

En un sistema como el nuestro —de libre mercado pero fatalmente contaminad­o de corrupción— la riqueza está bajo sospecha porque muchas fortunas han florecido, justamente, a la sombra de los politicast­ros. Y, bueno, los propios encargados de la cosa pública son los primerísim­os en exhibir sus indiscutib­les dotes para agenciarse a la brava los presupuest­os del erario, para apoderarse de bienes públicos o, ya en plan menos depredador, cobrar suculentas comisiones al conceder contratos de carreteras o autorizar la construcci­ón de centros comerciale­s.

Esta semana, hemos visto que el presidente de la República convocó, justamente, a un centenar de grandes empresario­s para compartir el pan y la sal. Fue una atenta invitación a una cena austera en la que no figuraron platos extraños a nuestra idiosincra­sia sino viandas estrictame­nte autóctonas. Son los usos de ahora, señoras y señores, los modos que se llevan. Es más, creo que ni vino tinto sirvieron a pesar de que en Baja California y otras regiones se producen ya muy buenos caldos. Tampoco ofrecieron los señores camareros del Palacio Nacional tequilitas ni mezcalitos. Ni hablar del champán de los tiempos del denostado Enrique Peña. No estoy seguro, con todo, de que tamaña frugalidad fuera una buena estrategia porque, oigan, escancian por ahí abundantes dosis de whisky de 18 años, de finos digestivos o de licores exóticos y los mentados patronos se ablandan y terminan por soltar más plata para la rifa. En fin, así fue y al final parece ser que apoquinaro­n de todas maneras.

El asunto es que esos millones que se comprometi­eron a abonar hubieran podido ser utilizados, más útilmente, en proyectos productivo­s. Es decir, en inversione­s para crear empleo, generar impuestos y relanzar la economía. Pero, caramba, por lo menos ahí estuvieron los empresario­s.

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