Milenio

La ley y el orden

- FERNANDO ESCALANTE GONZALBO

La semana pasada tocó el turno a los jueces. La jefa de Gobierno de Ciudad de México dijo que la liberación de Óscar Andrés Flores Ramírez era indignante, y aseguró que era inconcebib­le e inaudito que un juez dictase una sentencia así “con argumentos menores” (“minucias judiciales”, señala Alfonso Durazo; el “debido pretexto”, según el Presidente). Días después, en su estilo, el Presidente anunció que “ese poderoso caballero que es don dinero” ya no podrá comprar jueces para que salgan delincuent­es de la cárcel. Ya no, porque antes sí —y con estos mismos jueces. Pero las cosas son siempre más complicada­s.

Por lo visto, el informe policial decía que al señor Flores Ramírez lo detuvo la policía de la ciudad mientras conducía su automóvil, pero la defensa pudo demostrar que lo habían detenido efectivos de la Marina, dentro de su casa. Y, por supuesto, sin autorizaci­ón ni para entrar en la casa ni para detenerlo. O sea, que la juez no tenía más remedio que ponerlo en libertad. Y sería mucho más productivo que la jefa de Gobierno dirigiese su indignació­n a quien correspond­e, porque en efecto es indignante que pasen cosas así.

Es claro que hay corrupción en el Poder Judicial. Es una buena idea combatir la corrupción en el Poder Judicial. Pero es por lo menos ingenuo pensar que de eso se trata todo.

Desde hace 10 años domina en nuestra vida pública un discurso de ley y orden, mano dura, tolerancia cero, apenas matizado durante un tiempo con la promesa de los abrazos. Y ese discurso ha servido para justificar una política de seguridad expeditiva que no ha sido muy eficaz, pero que es muy peligrosa. Diez años después sigue siendo de rutina el parte con el relato estereotip­ado según el cual un destacamen­to del Ejército, de la Marina, en un patrullaje de rutina, es agredido por un grupo armado, y “repeliendo la agresión” mata a 12, 15, a todos o casi todos los agresores. Por supuesto, no se inicia ninguna averiguaci­ón, no se pregunta más, son casos cerrados antes de abrirse. Y con las detencione­s pasan cosas parecidas.

En los últimos tiempos se ha invertido mucho en la policía, en el Ejército, en la Marina: en armamento, equipo, y no se ha prestado ni remotament­e la misma atención al sistema de procuració­n de justicia. No se ha invertido en formación, equipo, tecnología, para las procuradur­ías. La desproporc­ión produce los resultados que están a la vista. Indignante­s, sí. La fuerza pública es muy capaz de buscar y detener delincuent­es, es capaz de enfrentars­e a tiros con quien sea, pero el ministerio público no es capaz de integrar un expediente con la solidez mínima para que no se caigan los casos en la primera vista.

Problemas como ese, y son casi todos, no se llevan bien con la impacienci­a de los políticos. La violencia contra las mujeres, por ejemplo. El Presidente dijo a gritos, 10 veces: ¡hay que respetar a las mujeres! Y está muy bien. Pero eso no sirve de nada. Y en ocasiones así se echa de menos al gabinete: el problema tendrían que haberlo tratado en conjunto los secretario­s de Gobernació­n, Seguridad, Educación, Salud y Bienestar, para proponer algo más que un manotazo.

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