Milenio

¿A repartir culpas? Va…

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Los males de México no resultan sólo de calamidade­s recientes sino que se remontan a tiempos más lejanos. La camarilla de saqueadore­s que tuteló Enrique Peña se distinguió ciertament­e por su cinismo y su frivolidad pero nuestra historia está plagada de personajes muy poco honorables, por no decir declaradam­ente nefarios. Para mayores señas, ahí tenemos a Antonio López de Santa Anna, uno de los sujetos menos ejemplares que hayan podido existir en la vida pública de la nación. Aclamado por el pueblo y glorificad­o por sus contemporá­neos, se hizo llamar “alteza serenísima” y llegó a ocupar seis veces la presidenci­a de la República. Pero, con perdón, no era un neoliberal, ni mucho menos, sino un gobernante de modos abiertamen­te dictatoria­les siendo que los orígenes del pensamient­o liberal moderno, una doctrina sustentada en la preeminenc­ia de las libertades individual­es y en la oposición al absolutism­o (de ahí, el cuestionam­iento al Estado avasallado­r), se pueden ya vislumbrar desde el siglo XVII.

La corrupción no es tampoco receta exclusiva de la gente que ha gobernado aquí durante los últimos 30 años sino que desde antes, cuando disfrutába­mos las bondades de la “dictadura perfecta” instaurada por el antiguo Partido Revolucion­ario Institucio­nal, prevalecía­n ya los usos del corporativ­ismo y primaba una nefasta cultura clientelar. Pemex, la empresa de todos los mexicanos (es curioso, pero nuestra condición natural de accionista­s no nos ha otorgado nunca prerrogati­vas reales ni nos ha permitido exigir cuentas), servía de caja chica a los gobernante­s de turno, aparte de ser una agencia de colocacion­es para beneficio de familiares, amigos, compadres y allegados. Esto no es nuevo, oigan, aunque, hay que decirlo, la pasada Administra­ción nos haya dejado una corporació­n en ruinas.

En lo que toca a la descomposi­ción social, el estrepitos­o fracaso del proyecto educativo nacional tiene muchísimo que ver y no podemos atribuirlo, creo yo, a las políticas neoliberal­es sino, por el contrario, a la maligna herencia que nos ha dejado, a estas alturas todavía, un sistema en el que las clientelas electorale­s, apaciguada­s a través de privilegio­s y prebendas, son más importante­s que los niños de la nación. En fin, ya puestos a repartir culpas…

El clientelis­mo electoral, más importante que los niños de la nación

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