Publica o perece: Escribir y leer en la universidad
Ser lector por obligación o escritor para unos pocos suelen ser las precarias opciones para los estudiantes, requisitos burocráticos que inhiben la pasión por la palabra
Con el número 40 de la colección Temas de Hoy en la Educación Superior, que coordina Adrián Acosta Silva, la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) publicó en noviembre de 2019 mi libro Escribir y leer en la universidad, un breviario, así lo llamo, que es continuación, de algún modo, de Por una universidad lectora (Laberinto Ediciones, 2018, tercera edición definitiva).
Me alegra la aparición de este breviario (editado estupendamente por Mario Saavedra García), que recoge siete ensayos, prologados y epilogados, y recomienda a los lectores una bibliografía que, pienso, puede ser de mucha utilidad para los universitarios y preuniversitarios que realmente quieran leer, sin imposiciones, pero también con la certeza de que un universitario sin lecturas es, absolutamente, no sólo una contradicción, sino una anomalía. No se puede ser universitario y no lector, aunque muchos estén en esta condición que, por si fuera poco, no encuentran contradictoria.
Más de una vez lo conversé con mi querido amigo Jorge Medina Viedas, e invariablemente concluíamos, sin moralismos, que, así como en las tabernas hay borrachos, y ésta es su razón de ser (de las tabernas y de los borrachos), en las universidades tendría que haber lectores como hongos en la humedad. La universidad posee las condiciones ideales: el fecundo ambiente húmedo para la reproducción de esos hongos lectores. Y, si no es así, habría que concluir, con el risueño y sarcástico Montaigne, que las tabernas tienen mayor éxito.
Pero, más allá del sarcasmo, tendríamos que recordar que el mismo Montaigne afirmaba: “Los libros consuelan y aconsejan para ordenar mi vida y mi muerte”. Esto hacen los libros, pero no todos, por cierto, sino aquellos que, con la ayuda de la cultura universitaria, van más allá de las simples anécdotas o los divertimientos; esos libros que nos obligan a reflexionar y a preguntar, a dudar y a autocriticarnos; que nos hacen escépticos y que no son únicamente objetos para pasar el rato y, lo que es peor, para perder el tiempo. Si un universitario lee únicamente textos y libros de pasatiempo, muy su derecho, pero también muy sus consecuencias.
Reúno en este breviario siete ensayos que denomino “provocadores” y explico por qué. Provocar es también estimular el diálogo en este tema que ya es por demás ineludible, aunque todavía existan resistencias de quienes aseguran que en la universidad no se hace otra cosa que leer. En un aforismo preciso, para el caso, que, a manera de epígrafe, sirve de umbral a mi breviario, el gran escritor alemán Georg Christoph Lichtenberg (1742-1799) escribió: “Los jardines deben ser universidades y los árboles libros”. Es poesía, pero también es realidad.
Escribir y leer en la universidad se compone de los siguientes capítulos: “¿Para qué leer, para qué escribir?”, “El libro, su naturaleza y su función”, “Erótica del saber”, “El libro y la universidad”, “¿Qué leen los universitarios?”, “Analfabetismo y supersticiones profesionales” y “Dialogar con los que leen”. Reproduzco a continuación el prólogo de este librito en el que digo de qué va la cosa, y, para quien quiera saber un poco más, esto será tema de conversación el próximo miércoles 26 de febrero, de 12:00 a 12:45 horas, en el salón Manuel Tolsá del Palacio de Minería, en el marco de la 41 Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería.
Que un médico, además de documentarse y actualizarse sobre medicina, lea también, con interés y con pasión, a Montaigne, Kant, Balzac, Kafka, Freud, Jung, Weber, Habermas, Márai, etcétera, es algo cada vez más asombroso. No únicamente en los países menos desarrollados, sino en todo el mundo. La globalización ha conseguido estandarizar al estudiante y al profesionista en especies, distribuidas en el mundo, que tienen mucho menos diferencias, en su adaptación y su evolución, que los famosos pinzones de Darwin.
¿Por qué un numeroso sector universitario, entre estudiantes, docentes y profesionistas, no lee ni compra libros ni, por supuesto, tiene una afición muy arraigada por ellos? No nos referimos a que lea, perdidamente, literatura de ficción o poesía, sino tan sólo aquello que le compete en su carrera y que, presuntamente, ha hecho su vocación. La simple formulación de la pregunta es desconcertante, porque todos damos por supuesto que si algo caracteriza a la universidad es su vínculo con los libros, pues las universidades no se pueden comprender sin la escritura y sin la lectura, sin las bibliotecas; sin la cultura escrita, en general, que es el motor de su desarrollo.
Todo esto es difícil de comprender para quienes no examinan antecedentes y se complacen en reiterar, obsesivamente, clichés y lugares comunes. La explicación es muy sencilla, en cambio, para quienes abrevan en la realidad y la experiencia. Lo que sucede es que los universitarios son hijos de la educación previa (básica, media y media superior) durante la cual la lectura les fue impuesta, con agravantes, para cumplir únicamente con un plan de estudios y llevar a término un programa académico.
La experiencia de lectura y escritura con la que llegan los estudiantes a la universidad es más bien precaria y amarga. Casi toda ella se concreta a leer obligadamente algunos libros para luego hacer reportes y responder cuestionarios e interrogatorios sobre asuntos que nada o muy poco tienen que ver con el goce de leer y escribir. Y en cuanto a escribir y publicar las investigaciones universitarias, muchas de ellas únicamente leídas por sus autores y consultadas por un pequeño grupo de colegas, Simon Critchley, ha dicho con sorna no disimulada: “Publish or perish (publica o perece) es un despiadado lema en el ámbito de la investigación”. En la universidad, generalmente, se escribe y se publica como un requisito burocratizado y no como una pasión profesional en busca de diálogo con los lectores.
En 2012, en una entrevista para mi libro Lectoras, le pregunté lo siguiente a la escritora e investigadora Sara Sefchovich: “¿Cuál es la mayor mentira que has escuchado sobre la lectura?”, y su respuesta no puede ser más significativa y sintomática: “Que la gente preparada lee o está ávida de leer. Soy académica en la UNAM y creo que es una mentira pensar que los académicos leen los productos de los otros académicos. Lamento mucho la manera en que se han establecido jerarquías, méritos y evaluaciones de la vida académica, pues todos esos requisitos absurdos obligan a producir una cantidad de cosas que a nadie le interesan y que, efectivamente, nadie lee. En teoría, uno tendría que estar actualizándose en su campo todo el tiempo, pero con esos procedimientos no lo logras, porque todo eso va en una carreta muy aburrida de jalar”.
“TODOS DAMOS POR SUPUESTO QUE SI ALGO CARACTERIZA A LA UNIVERSIDAD ES SU VÍNCULO CON LOS LIBROS”
Por otra parte, la educación preuniversitaria de la lectura es, también, una carreta muy aburrida de jalar para los niños, los adolescentes y los jóvenes. En vez de despertar la pasión por la historia, la música, el conocimiento y la reflexión sobre lo leído, lo que hace el sistema educativo es adormecer el cerebro y preguntar bobadas que van desde el tema, los personajes principales, la trama, el nudo y el desenlace, hasta los personajes secundarios, el año de nacimiento del autor, el género en que está escrito el libro, la época de la escuela o la corriente literaria, etcétera, a fin de calificar la “comprensión” de lo leído. Y todo ello a partir de un cuestionario de Verdades Únicas e Inalterables que el lector tiene que seguir al pie de la letra, adaptándose a las exigencias de lo que debe responder.
Bajo el sistema de la lectura por coacción y del aprendizaje por interrogatorio inquisitorial o judicial, el disfrute del libro, si lo hubo, se pierde. Y nadie sabe para qué debe saber esas cosas ridículas, vanas e insulsas, e incluso necias, en lugar de conversar y escribir libre y autónomamente
FALACIA. EL QUE LA GENTE CON EDUCACIÓN SUPERIOR LEAO ESTÉ ÁVIDA DE LEERES UN MITO.
sobre lo que cada cual experimentó en su práctica íntima como lector. Lo importante de la lectura no está en saber responder, en un examen, quiénes son los autores de La muerte de Artemio Cruz y Las batallas en el desierto, sino en haber modificado su sensibilidad y su inteligencia al leer estos libros de Carlos Fuentes y José Emilio Pacheco, respectivamente. Por supuesto, quien haya leído estos libros con gusto, con atención, con interés, no olvidará jamás los nombres de los autores, pero esto es lo de menos.
Lo que ocurre es que la experiencia íntima de la lectura le interesa muy poco a la escuela, porque no hay manera de estandarizarla en un sistema de puntuación y calificación. Si la lectura es un acto autónomo, y si la experiencia es también individual, además de íntima, todo comentario es válido y toda reticencia es justa. Pero, siendo así, no hay manera de evaluar la calidad de la experiencia ni, por supuesto, de jerarquizar el conocimiento adquirido, y esto a la escuela le resulta una catástrofe en su rígido esquema meritocrático.
Cuando los estudiantes llegan a la universidad, casi todos están convencidos de que leer es tedioso y soporífero y que tendrán que sufrir los libros para sacar la carrera, pero que, al final, cobrarán venganza de ellos, porque tan pronto como consigan el título y la cédula profesional se olvidarán para siempre de esos objetos que sólo fueron parte de una escala de sufrimiento para ascender al cielo profesional. La lectura, en este sentido, les parece una estafa y, por ello, tratan de hallar mecanismos para no leer los libros sin enfrentar el riesgo de reprobar.
Muchos, para sacar la carrera, ni siquiera precisarán leer una buena cantidad de libros completos o enteros sobre lo que supuestamente es su vocación. Del mismo modo, a otros muchos que ya hicieron la carrera les bastó con leer resúmenes, fragmentos, capítulos en fotocopias o en internet, siempre con la sensación, o el convencimiento, de que leer y adquirir información y conocimiento no es un acto placentero por sí mismo, sino un simple rito de pasaje, muchas veces tortuoso, que hay que realizar para convertirse en licenciados, maestros y doctores que, por lo mismo que han leído poco, y fragmentariamente, carecen del dominio y la habilidad para siquiera redactar competentemente.
La mayor parte de los graduados necesita que alguien (un corrector, un especialista en redacción) les reescriba sus tesis, y, a veces, que prácticamente se las escriba. Hay personas que hacen esto, lo cual es un gran fraude no sólo para la educación sino para la ética profesional. Y es uno de los mayores dramas de la lectura y la escritura, que se acentúa en la vida de los profesionistas, a tal grado que no son pocos los que han sido descubiertos, en las más prestigiosas universidades, haciendo uso de los trabajos ajenos dándolos por suyos, producto también de la presión del Publish or perish al que hace mención Critchley.
Los que consiguen aficionarse a los libros casi seguramente no los dejarán hasta su muerte, pero para quienes ven los libros como simples instrumentos para cumplir con un requisito, esos les serán absolutamente ajenos en tanto no contraigan una obligación que los conduzca a leerlos o consultarlos. Los licenciados volverán a los libros si estudian maestría o doctorado, o bien si requieren llevar a cabo una investigación específica o un trabajo profesional que no necesariamente les place pero que sí les interesa como parte del currículo o el éxito laboral.
En el fondo el único interés por el que muchos estudiantes abren y memorizan los libros es para conjurar el miedo a reprobar los exámenes y no sacar la carrera. El placer mismo del conocimiento (el deleite de conocer) ha sido desterrado de sus vidas. Bertrand Russell diagnosticó que la
educación en el miedo es mala, pero que en una sociedad deshumanizada esto es del todo previsible, pues “[…] los que son esclavos de estas pasiones no pueden dar otro tipo de educación […]”: para ellos, la letra tiene que seguir asociada al sufrimiento, no al placer, no al gusto de conocer, no a la alegría de descubrir y saber.
Este librito recoge siete ensayos provocadores ––en el sentido de que la provocación incita o estimula–– sobre la escritura y la lectura, en general, pero también, especialmente, en la universidad, pues con demasiado optimismo solemos dar por sentado que en el ámbito universitario el ejercicio entusiasta de la lectoescritura es una constante. Tan no es así, que ya existe todo un movimiento en el mundo para plantear la existencia de “universidades lectoras”, si queremos que el conocimiento más profundo, que está en los grandes libros y en los más importantes autores, no se pierda.
Estos ensayos buscan ser un primer acercamiento al tema para universitarios y preuniversitarios. Ojalá lo consigan.
*Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de la lectura. Sus libros más recientes son ¿Qué leen los que
no leen? (Océano, 2017, nueva edición definitiva), Antología esencial de la poesía mexicana (Océano/Sanborns, 2017), Por una universidad lectora y otras lecturas sobre la lectura en la escuela (Laberinto, nueva edición definitiva, 2018), Las malas lenguas: Barbarismos, desbarres, palabros, redundancias, sinsentidos y demás barrabasadas (Océano, 2018), La lectura: Elogio del libro y alabanza del placer de
leer (Fondo Editorial del Estado de México, tercera edición, 2018) y Escribir y leer en la
universidad (ANUIES, 2019). En 2019 recibió el Reconocimiento Universitario de Fomento a la Lectura, de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo.