¿Réquiem para la movilidad internacional?
Durante años, se supuso que la movilidad, actividad puntera en la internacionalización de las universidades mexicanas, enriquecía instituciones e individuos. Ampliaba los horizontes, las habilidades lingüísticas y la formación disciplinaria de quiénes la ejercían. Propiciaba que los establecimientos que la auspiciaban compartieran recursos en red y constituyeran espacios comunes del saber, en perspectivas solidarias o mercantiles. Conforme transcurrió el tiempo, se sospechó sin embargo que ese convencimiento era un acto de fe más que de razón.
Hoy, las convicciones sobre las bondades de la movilidad, per se, están resquebrajadas. Los especialistas señalan que sus contribuciones al mejoramiento de los procesos institucionales de enseñanza e investigación son difíciles de detectar. Advierten que la incorporación de contingentes crecientes de estudiantes internacionales exacerba las dificultades de los establecimientos para interculturalizarse y empeora sus disfuncionamientos organizacionales. Apuntan que la precariedad y la inseguridad caracterizan la cotidianeidad de muchos jóvenes en movilidad, becarios o no. Los asimilan, con ese criterio, a los migrantes, en tanto población con altos grados de vulnerabilidad y expuesta a expresiones a veces virulentas de rechazo. Recomiendan insistentemente mejorar su protección y seguimiento, sobre todo en periodos de crisis: el bienestar psicológico de los estudiantes internacionales se ha vuelto así una dimensión pujante en el análisis del fenómeno y, más, ahora que muchos no pudieron retornar a su país por el cierre de fronteras decretado abruptamente por muchos países en el mundo, como respuesta a la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19.
De hecho, la puesta en juicio de la movilidad estudiantil internacional, desde muchos frentes, posiciones políticas y perspectivas metodológicas, se acrecentó considerablemente debido a ese factor. La expansión global de la enfermedad condujo a valorar negativamente los desplazamientos geográficos, incluyendo los efectuados por recursos humanos altamente calificados. No deja de preocupar las referencias, frecuentes y acríticas, en la prensa y las redes sociales, de una equivalencia entre movilidad internacional y enfermedad: si bien las investigaciones han demostrado históricamente una coincidencia entre las rutas comerciales y las de dispersión epidemiológica, esas no debería alimentar brotes de racismo: pero siempre se ha adjudicado la responsabilidad de las “plagas y pestes” a los extranjeros. Corrobora la pervivencia de ese temor ancestral a los otros la expresión de “virus chino”. ¿Cómo impactará esa xenofobia, asumida sin vergüenza, en la movilidad en la educación superior? es un interrogante hasta ahora sin respuesta.
Un análisis de cómo actuaron las universidades frente a la movilidad (sucesivamente percibida como una apuesta de desarrollo y una amenaza) muestra, desde 2018, un repliegue de la internacionalización. Aunque las instituciones de educación superior (IES), principalmente públicas, siguieron fomentando intercambios académicos, limitaron sus apoyos al proceso y a las oficinas gestoras, debido a restricciones presupuestarias. Recentraron sus esfuerzos en torno a la internacionalización en casa, en el entendido de que podía extenderse a un mayor número de estudiantes y docentes.
Pero, en marzo 2020, ante el Covid, las naciones están enclaustrándose. Atribuyen fuertes cargas negativas a la movilidad y a las interacciones inter-individuales. La primera multiplica los riesgos de contagio, la segunda los de transmisión. En escenarios de encierro, algunas IES respaldaron la repatriación de sus estudiantes es decir su regreso a casa pero anularon los viajes previstos durante la cuarentena. Casi todas suspendieron sus clases presenciales, suprimiendo el face to face, como modalidad predominante de enseñanza.
Si bien esas reacciones, coyunturales, responden a las recomendaciones emitidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) de confinarse ante la pandemia, vale preguntarse: ¿cuáles serán los efectos de ese contexto generalizado de “inmovilización” en las políticas futuras de internacionalización académica? Uno es que las IES, al incorporar con mayor ahínco un componente tecnológico a sus dinámicas de investigación y de enseñanza, se percaten que parte de los desplazamientos son prescindibles. Otro es que los programas de movilidad se recentren, jerarquizándose con base en los proyectos institucionales de desarrollo y focalizándose sobre colectivos prioritarios, en lugar de ser valorados mediante las cifras de estudiantes internacionales, enviados o recibidos. Uno más es que los circuitos de movilidad, convencionales y emergentes, se reconfiguren según la gravedad respectiva del Covid en los países de envío y recepción, las sensaciones de (in)seguridad ante la gestión de la enfermedad y la calidad de la atención provista por las instituciones de procedencia y recepción a dos grupos claves, los estudiantes propios en el extranjero y los internacionales.
Sería prematuro avanzar más que hipótesis sobre el desenlace de la situación actual, a escala global y nacional, y sus repercusiones políticas, económicas y educativas. Serán profundas. Pero lo indudable es que, si las sociedades no saldrán incólumes de esa epidemia global, tampoco lo harán las universidades. Cómo redefinirán sus políticas de internacionalización, intercambio académico y enseñanza, presencial y virtual, ayudará a entender el alcance de su mutación.