Milenio

Atestiguab­an los más pequeños

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Detestaba a Lucha. Llegó a casa con mi tía Aurelina, tío Fede y sus hermanas: Gloria, Jacinta y Bernarda. Parecían fenómenos. Tenían cabeza de huevo, ojos de chino y labios caídos. A los niños nos pelaban como nido de golondrina: mucho pelo arriba y a rape hacia abajo. También a ellas.

Lucha tenía 12 años pero era fuerte, robusta, malhablada. Cuidaba de sus hermanos y se encargaba de los quehaceres hogareños mientras sus padres trabajaban en el mercado de la colonia Puebla, donde tenían dos puestos de frutas y verduras. Tras la jornada volvían a la casa cargando bolsas que de inmediato los chiquillos rodeábamos para ver su contenido y esperar a que Aurelina iniciara el reparto de naranjas y perones, hasta agotar existencia­s.

Antes vivieron en casa de Sofi, tía de mi mamá, que rentaba un cuartucho de láminas de chapopote erigido sobre una azotea de la colonia Aviación Civil, muy cercana al aeropuerto: cuando íbamos de visita a cada ratito había que suspender la plática porque aterrizaba o despegaba un avión y el ruido hacía vibrar la casa.

Tía Sofía era un alma de Dios y convenció a mi padre para que le rentara un cuarto a su hijo Celestino, chaparrito, timbón y asiduo al pulque. Mi padre accedió a condición de que ellos construyer­an y la inversión sería tomada a cuenta de la renta. Lograron su cometido pero no acabalaron para el techo de concreto y pusieron láminas de cartón, que habían de renovar cada año, antes de la temporada de lluvias.

Vivieron tres años entre nosotros. Lucha, con mi hermano Alfredo, lideraban a los chiquillos de casa y a los que a diario llegaban de visita, porque Auen relina tenía facilidad para hacer amistades, a las que llevaba frutas y verduras podridas para alimento de los marranos que criaban en el patio trasero.

El patio de la casa se convirtió en escenario de formidable­s luchas campales cuyo protagonis­ta eran la chiquillad­a, que después de recibir su fruta salía a combatir para que no le pegaran la roña o para evitar ser encantado o convertido en estatua de marfil, hasta que alguien llegara hasta él y le diera una nalgada para romper el hechizo.

Aurelina era una inmensa gorda, feliz al abrir la bolsa y pedir a los chiquillos ya formados que respetaran el orden y

LUIS M. MORALES

cuanto recibieran su dotación de fruta se fueron al patio a devorarla. Así lograba entretener­nos un poco y participar de la plática que mi padre y mi tío Celes, cada uno con su vaso de pulque, enhebraban durante horas, hasta que la hora de ir a la cama llegaba, no sin antes arrear a la chiquillad­a más para que tendiera colchoneta­s y se echaran a dormir.

Lucha y Alfredo aprovechab­an que los mayores estaban entretenid­os con la plática y se entregaban, en lo oscurito, a la práctica del picorrete salivón, atestiguad­a por los más pequeños, que gateaban entre sus piernas arrastrand­o sus pañales renegridos por la tierra del piso. Solo se interrumpí­an para que Lucha cotestara al ¿qué estás haciendo, muchacha cabresta?

—Nada, amá, nada. Aquí nomás: cuidando a los chamacos.

Detestaba a Lucha, porque con Alfre sí se besaba y conmigo nunca quiso.

Se interrumpí­an solo para que Lucha contestara al ¿qué estás haciendo muchacha cabresta?

* ESCRITOR. CRONISTA DE NEZA

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