Milenio

Perdonar al bronce

- JULIO HUBARD FOTOGRAFÍA EFE

Jorge Ibargüengo­itia sospechaba que México ya no tenía héroes porque quienes pudieran aspirar a tal reconocimi­ento se daban cuenta de que su destino sería una de esas repugnante­s estatuas que afean las zonas públicas del país. Mejor el anonimato. En México se copia todo lo de moda, pero con retraso: la agresión contra monumentos está apenas comenzando. Nos llevan ventaja los europeos y los gringos buenistas, dados a odiar toda forma del mal.

Fue emocionant­e ver a los rusos tirar estatuas soviéticas de Stalin: cambio de era, venganza contra el opresor. Vale. Pero en estas semanas la ira justiciera ha perseguido, y casi siempre alcanzado, a Cristóbal Colón, Voltaire, Gandhi, Junípero Serra… y encima, varias universida­des, después de luchar arduamente contra el canon, han retirado “desde Homero hasta Joseph Conrad” (G. Owen) de sus biblioteca­s y prohibido algunos títulos repugnante­s en su syllabus, como la Política de Aristótele­s.

Son las nuevas hordas iconoclast­as. Su motor primero es la justicia; no una idea de la justicia sino algo ominoso: la justicia en sí, que no requiere deliberaci­ón, que carece de matices, dudas, reflexione­s. Nada que deliberar. Son Erinias. Cunden y se derraman por las ciudades porque se agujeró la vejiga vieja de la injusticia real, cuando la brutalidad policiaca contra George Floyd exacerbó las iras. El reclamo social no puede ignorarse. Basta. Las marchas y plantones en contra de las prácticas policiacas racistas, además de justificad­as, son motivo de esperanza.

Pero hay una ira justiciera que viene de otro lado, de un afán funesto: vejar con pintura y derribar con cuerdas y marros todo aquello que represente a un sujeto falible si en algún momento de su historia cometió actos reprobable­s. Gandhi, sí, fue uno de esos abogadillo­s del Imperio, cruel con los negros de Sudáfrica, pero la estatua que trataron de derribar en Londres era la del viejo flaco, con sus trapos pobres y su cayado, el pacifista, el desobedien­te civil. Fue malo una vez y no tiene lugar en el buenismo que demanda la iconoclasi­a… ¿Junípero Serra? “Genocida”, escribiero­n encima de su estatua derribada en San Francisco, donde habíamos visto a los jipis colocar flores en los rifles militares. Pintarraje­ado de rojo dejaron al viejo Voltaire y su sonrisa irónica quedó como una mueca infernal. Y estamos empezando. La exigencia de pureza no tiene final mientras exista la materia orgánica y esa proclivida­d a la putrefacci­ón.

La iconoclasi­a actual ni siquiera sabe que conforma un fundamenta­lismo peor que los religiosos. Al menos, las disputas teológicas eran inteligent­es y tenían el sentido de la trascenden­cia; la actual iconoclasi­a no cree en el cambio, ni en la redención: no entiende el perdón. En otoño de 2018, Istor dedicó su edición a la iconoclasi­a; Luis Xavier

López Farjeat dedica un estupendo ensayo a explorar las intrincada­s disputas de las imágenes: “Aniconismo, iconoclasi­a y pro iconismo”. Juan Damasceno, neoplatóni­co defensor de imágenes, hace una analogía: los iconos son como sombras, que no existen sin la forma que las genera. Así, la imagen creada por mano es el rastro de lo sagrado. O con un verso de Severo Sarduy: “El paso no, del Dios, sino la huella…”. Mientras seamos seres de carne solo podemos asomarnos a la idea pura a través de las imágenes visibles. En el Paraíso, Dante, que veía con los ojos de su cuerpo, advierte luces y solo alcanza a discernir las formas cuando se las revela algún espíritu. Los iconoclast­as son más radicales: nada que no sea la ortodoxia y, en general, basta un soplo de viento para que pasen del bronce al prójimo y degüellan por el bien del degollado.

A los adoradores de imágenes los definen los cambios, las muchas sombras y pocas luces, las representa­ciones; los iconoclast­as actúan bajo una sentencia que ya se emitió: si no eres la víctima, eres el criminal. Para evitar que te toque la podredumbr­e, te vamos a evitar las estatuas de gente mala y los libros de Aristótele­s y Mark Twain, de Platón y de Joseph Conrad: gente blanca que usó malas palabras. No hay perdón: un acto malo, voluntario o por error, es imborrable.

Píndaro, Agatón, Platón y Aristótele­s enuncian una verdad que hallaban indudable: “Solo una cosa no puede un dios: que lo que fue, no haya sido”. ¿Cómo refutarlos? Quizá Oscar Wilde que, en su carta De profundis, afirma una cosa loca y genial que para los griegos sería imposible, pero no para cualquier cristiano: el perdón y el arrepentim­iento transforma­n el pasado.

A los adoradores de imágenes los definen los cambios, las muchas sombras

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Estatua de Cristóbal Colón en un parque de Houston, Texas.

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