“Música, oscuridad y el viaje al Hades que imaginó Jung”
Lo vi en Twitter: un viejo con Alzheimer que no recuerda absolutamente nada, ni a su mujer, ni a sus hijos, ni su propio nombre, se sienta en el piano, ayudado por un enfermero, y toca, de principio a fin, una pieza compleja. El viejo ha olvidado todo, menos la música.
Este misterioso episodio, que vale lo mismo para quien solo la escucha, nos sugiere que la música ocupa un lugar distinto en la memoria, se almacena en otra cámara, al margen del resto de los recuerdos, y es por esta autonomía que la música es capaz de desamarrar una tormenta incontrolable de sensaciones o recuerdos que nos dejan sorprendidos y, a veces, perturbados. No hay otro arte que sacuda con tal intensidad nuestra estructura sentimental.
Oswald Spengler, sin resolver completamente el misterio, ofrece una directriz, nos dice que la música es el único arte que acontece fuera del mundo que somos capaces de ver, del mundo luminoso al que pertenecen los demás, la pintura, la escultura, la literatura (cuando no es leída por otra voz), la danza, el cine.
La música queda fuera del mundo luminoso, está situada en el lado oscuro, en esa parte de la existencia que no está bañada por la luz y que normalmente, en su vertiente silenciosa, causa temor. Da miedo lo que no se ve, lo que está velado por la oscuridad, da miedo la boca del lobo y que se apague la luz en las galerías de la mina, da miedo esa negrura que Jung asociaba con el viaje al Hades, con la introspección profunda, con la experiencia de nuestros bajos fondos que tiene siempre consecuencias.
La única forma que tenemos de explorar cómodamente ese lado oscuro, de abandonar sin temor las fronteras del mundo luminoso, es a través de la música que proviene de ahí, de la oscuridad, y hasta la oscuridad nos lleva cuando la escuchamos, porque no puede existir en el mundo luminoso.
La música es un canal, un pasadizo, una escalera, un navío que nos lleva, llenos de gozo y sin ningún temor, a ese mundo sin luz que de otra forma nos aterrorizaría.