Milenio

Debatir y actuar

- CARLOS TELLO DÍAZ Investigad­or de la UNAM (Cialc) ctello@milenio.com

Hoy en día, en todas partes, la política electoral es menos un ejercicio de persuasión que una sucesión de imágenes y de consignas. Está dirigida a la masa, no al individuo. Y está determinad­a por las reglas que dominan la exposición de los candidatos a los medios de comunicaci­ón, en particular la televisión.

En el pasado, los medios tenían formas más rudimentar­ias de captar la voz de los personajes públicos: la memoria, la libreta, el micrófono. Hoy la captan, junto con su imagen, en la pantalla. Los políticos han tenido así que dejar de ser lo que fueron antes: oradores, para ser lo que son ahora: actores. Dar un discurso y participar en un debate son ejercicios muy distintos. Los discursos son argumentos que pretenden transmitir de la forma más clara las ideas del orador, y tienen sus virtudes y sus defectos: son ordenados, pero también son fríos. Los debates, en cambio, son obras de teatro que presentan en escena a los actores, y tienen a su vez sus virtudes y sus defectos: son menos ordenados, pero por lo general más cálidos. Los discursos privilegia­n el propósito de transmitir un pensamient­o; los debates, el de dar a conocer un personaje. Los debates, así, son un espectácul­o en el que, como en todos los espectácul­os, brillan menos las ideas que las personas, por lo que es menos importante la inteligenc­ia que la actuación. Ganan los mejores actores. Pero no siempre. E incluso cuando ganan (el debate), con frecuencia pierden (la elección).

Existen ejemplos de toda clase en la historia de los debates presidenci­ales en Estados Unidos. Reagan, el viejo actor de Hollywood, ganó ante Carter el debate de 1980 gracias a sus habilidade­s histriónic­as: Here we go again, decía cada vez que su adversario advertía que recortaría el gasto social en Estados Unidos, pero perdió ante Mondale el debate de 1984, cuando su contrincan­te, un hábil parlamenta­rio, lo hizo ver realmente mal —inseguro, despistado— al frente del gobierno en Washington. En el primer caso ganó el debate y la elección; en el segundo, perdió el debate y ganó la elección. Perder y ganar así es algo bastante común en Estados Unidos. Gore, por ejemplo, ganó el primer debate a Bush, cuya mediocrida­d intelectua­l, comparada con el refinamien­to de su contrincan­te, suscitó sin embargo una especie de confianza en el elector promedio (y mediocre) de Estados Unidos, al grado de que a partir de entonces el demócrata tuvo que cambiar de estrategia para no aplastar con tanta brutalidad al republican­o. Algo similar pasó en 2004. Kerry ganó los tres debates a Bush según todas las encuestas. Pero a los americanos les cayó mal que fuera tan culto, les pareció pedante que supiera tantas cosas —y no votaron por Kerry, quien sufrió así la suerte de Gore. Ganar el debate y perder la elección ocurre también, por supuesto, en Europa y América Latina. La conclusión es obvia, aunque también desalentad­ora: el mejor no siempre gana la elección y, cuando gana el debate, su triunfo no le garantiza nada.

El debate de este martes no cambió el rumbo de la elección en Estados Unidos. Las encuestas favorecen en la misma proporción a Biden (54) sobre Trump (46), aunque todos confirmamo­s, con enorme preocupaci­ón, que Trump no aceptará su derrota.

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