¿El imperio de los delincuentes?
Para
alguna gente, México es un Estado fallido. Tan tremebunda apreciación debiera no sólo sacudir nuestras conciencias sino llevarnos a emprender acciones para ya no merecer tan escalofriante calificación. De hecho, una décima parte del territorio nacional se encuentra bajo la férula de las organizaciones criminales. Sería un problema menor, después de todo, si las mentadas mafias se dedicaran únicamente a traficar con las drogas de siempre y a transportar la cocaína que tan alegremente consumen nuestros vecinos en los Estados Unidos: la gente, ni enterada.
El tema es que esas mismas pandillas no sólo comercian con sustancias ilegales sino que, vistas las crecientes dificultades para seguir en lo suyo, se han metido al nefario negocio de la extorsión y el secuestro. Comunidades enteras han dejado entonces de vivir la normalidad que disfrutamos todavía en el resto de la República, así de precaria como les parezca a unos ciudadanos que confrontan, un día sí y el otro también, las embestidas del crimen “no organizado” –o sea, los atracos en el transporte público y los robos—, y que sobrellevan una existencia marcada por el signo de la más perturbadora incertidumbre.
Esto, en sí mismo, es un asunto morrocotudo, sobre todo al saber, los indefensos vecinos de una comunidad o un agricultor que aspira simplemente a cultivar su tierra en santa paz, que las autoridades están del lado de los delincuentes y que no pueden esperar siquiera la más mínima protección de quienes, justamente, deberían cumplir con la primerísima encomienda de brindar a los ciudadanos las más esenciales garantías.
El tema del creciente imperio de los asesinos – porque de eso estamos hablando, de sujetos que no dudan en descerrajarle un balazo al gerente del comercio que no pagó la cuota o que ejecutan descarnadamente al contrario que se les atravesó en el camino— tendría que ser uno de los primerísimos puntos de atención en la agenda gubernamental. Por lo pronto –como ya lo he dicho y repetido tantas veces— los sicarios y los ejecutores yaestánahí: ya matan, ya torturan, ya secuestran y ya extorsionan. ¿Qué vamos a hacer?
El mero planteamiento de esta disyuntiva agita, curiosamente, el espantajo del “Estado represor”. A los izquierdosos nos les gusta el orden derivado del simple ejercicio de los mandatos exigidos por la democracia liberal: denuncian, cada vez que pueden, los presuntos excesos de la “autoridad” cuando la fuerza pública interviene para preservar los equilibrios que necesita la vida civilizada. Consecuentemente, repudian las actuaciones de la justicia para castigar a los canallas pretextando que el delincuente no es un sanguinario carnicero sino… una “víctima”, alguien cuya maldad se deriva de un entorno social desfavorable.
O sea, que esto se va a poner cada vez peor.
Una décima parte del territorio nacional se encuentra bajo la férula de los grupos criminales...