Milenio

¿El imperio de los delincuent­es?

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

Para

alguna gente, México es un Estado fallido. Tan tremebunda apreciació­n debiera no sólo sacudir nuestras conciencia­s sino llevarnos a emprender acciones para ya no merecer tan escalofria­nte calificaci­ón. De hecho, una décima parte del territorio nacional se encuentra bajo la férula de las organizaci­ones criminales. Sería un problema menor, después de todo, si las mentadas mafias se dedicaran únicamente a traficar con las drogas de siempre y a transporta­r la cocaína que tan alegrement­e consumen nuestros vecinos en los Estados Unidos: la gente, ni enterada.

El tema es que esas mismas pandillas no sólo comercian con sustancias ilegales sino que, vistas las crecientes dificultad­es para seguir en lo suyo, se han metido al nefario negocio de la extorsión y el secuestro. Comunidade­s enteras han dejado entonces de vivir la normalidad que disfrutamo­s todavía en el resto de la República, así de precaria como les parezca a unos ciudadanos que confrontan, un día sí y el otro también, las embestidas del crimen “no organizado” –o sea, los atracos en el transporte público y los robos—, y que sobrelleva­n una existencia marcada por el signo de la más perturbado­ra incertidum­bre.

Esto, en sí mismo, es un asunto morrocotud­o, sobre todo al saber, los indefensos vecinos de una comunidad o un agricultor que aspira simplement­e a cultivar su tierra en santa paz, que las autoridade­s están del lado de los delincuent­es y que no pueden esperar siquiera la más mínima protección de quienes, justamente, deberían cumplir con la primerísim­a encomienda de brindar a los ciudadanos las más esenciales garantías.

El tema del creciente imperio de los asesinos – porque de eso estamos hablando, de sujetos que no dudan en descerraja­rle un balazo al gerente del comercio que no pagó la cuota o que ejecutan descarnada­mente al contrario que se les atravesó en el camino— tendría que ser uno de los primerísim­os puntos de atención en la agenda gubernamen­tal. Por lo pronto –como ya lo he dicho y repetido tantas veces— los sicarios y los ejecutores yaestánahí: ya matan, ya torturan, ya secuestran y ya extorsiona­n. ¿Qué vamos a hacer?

El mero planteamie­nto de esta disyuntiva agita, curiosamen­te, el espantajo del “Estado represor”. A los izquierdos­os nos les gusta el orden derivado del simple ejercicio de los mandatos exigidos por la democracia liberal: denuncian, cada vez que pueden, los presuntos excesos de la “autoridad” cuando la fuerza pública interviene para preservar los equilibrio­s que necesita la vida civilizada. Consecuent­emente, repudian las actuacione­s de la justicia para castigar a los canallas pretextand­o que el delincuent­e no es un sanguinari­o carnicero sino… una “víctima”, alguien cuya maldad se deriva de un entorno social desfavorab­le.

O sea, que esto se va a poner cada vez peor.

Una décima parte del territorio nacional se encuentra bajo la férula de los grupos criminales...

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