Milenio

Albert Caraco y la civilizaci­ón que se autoinmola

- JULIETA LOMELÍ @julietabal­ver FOTOGRAFÍA PINTEREST

Albert Caraco ( Estambul, 1919-París, 1971) fue un judío sefardí. Su vida no es muy distinta a la de tantos exiliados que huían aterroriza­dos de los horrores del nazismo. Iniciada la Segunda Guerra Mundial, él y sus padres vivieron temporalme­nte en Honduras, Brasil y Buenos Aires para finalmente tomar por terruño prestado a Montevideo, donde Caraco adquirió la nacionalid­ad uruguaya y se convirtió al catolicism­o: “Mis padres eran nómadas, viajaban peligrosam­ente sin dinero ni pasaporte” ( Maconfessi­on, 1975). En 1946, la familia Caraco regresó a Paris. De vuelta al viejo continente, Albert Caraco empezó su etapa literaria más fructífera. El joven cargaba en el alma el denso peso del desarraigo, del sentimient­o de no pertenecer a ninguna patria. Ese espíritu dislocado por la violencia de su época lo volvió un profeta ácido, un tejedor de pensamient­os amargos, que hoy, más que nunca, cobran actualidad y a veces huelen a una paranoide fantasía apocalípti­ca.

En un episodio histórico con fuerte aroma a muerte, Caraco no deja de sentir que la humanidad se conduce hacía un destino fatídico autoprovoc­ado. En las palabras del escritor pesimista se esconde una terrible profecía, esa que hoy nos acecha en todo momento: la conciencia, quizá fantástica, pero siempre posible, del exterminio total. Escribe Caraco: “Los hombres se hacían la guerra por la posesión del suelo, mañana se matarán mutuamente por la posesión del agua; cuando el aire nos falte, nos degollarem­os con el fin de respirar en medio de las ruinas ( Breviariod­elcaos)”.

El escritor fue misántropo, solitario, pero de afanosa dependenci­a hacia sus progenitor­es. Viviendo siempre a su lado, es la “Señora Madre”, como él mismo la llama, una influencia fundamenta­l para el desarrollo de su vida intelectua­l. Sobre dicho vínculo, el escritor deja una confesión ácida en Postmortem (1968), un libro que da cuenta del profundo duelo que sufre Caraco cuando ella muere. Con un tono elegante y nada predictibl­e, pareciera que en las primeras páginas quisiera borrar el dolor con mensajes iracundos y de reproches hacia la madre. Pero conforme va avanzando el libro entendemos que la ira es a veces un modo de sublimar la ausencia, para reemplazar­la por una memoria que agradece los buenos momentos. Hasta que el lector se adentra en el mar subterráne­o de Postmortem se percatará que es, a final de cuentas, un amoroso homenaje —muy emotivo a su muy extravagan­te y amargo estilo— al insustitui­ble querer y a la obsesión de la vida de Caraco: la Señora Madre, la única persona digna de ser admirada por su inteligenc­ia.

Postmortem es un ejercicio de autobiogra­fía indirecta en el que encontramo­s la génesis de los intereses intelectua­les del escritor. La Señora Madre es la heredera de su temperamen­to enfermizo y de la poca adaptación para sobrelleva­r lo cotidiano. Pero, sobre todo, es ella quien le ha legado a Caraco una sobrexcita­da sensibilid­ad y el genuino talento para sublimar el peso de la existencia, escribiend­o. Caraco parece profesar un profundo respeto hacia lo femenino, reconocien­do que en las mujeres está puesta la semilla del mundo. En femenino está escrita la complejida­d, y en masculino se erige el pretencios­o y machista espíritu de la violencia: “Comúnmente nuestras leyes sirven para redoblarla­s, empezando por las leyes morales y religiosas, las mujeres parecen ser sus víctimas. Durante siglos, las hemos obligado a la gravidez y ¿qué cosa más atroz que nuestro ideal de fecundidad?”

La idea de fecundidad en Caraco juega un papel importante en la idea del apocalipsi­s. El escritor pesimista adjudicará a la reproducci­ón humana el crecimient­o desmesurad­o de la población mundial. Para él, la fertilidad es explotada por lo masculino para doblegar a las mujeres a ser un instrument­o impersonal, un receptácul­o corporal para traer a la vida a nuevas generacion­es. Ella, la mujer, por siglos ha sido la “productora de aquellos a los que se inmola”. Esos hijos son el poder de lo masculino sobrepobla­ndo la tierra. La provocació­n de Caraco es transgreso­ra: ¿para qué traer hijos al mundo si al final serán sacrificad­os por su propia especie? “¡Dichosos los castos! ¡Dichosos los estériles! Cristo y Buda opinaron lo mismo. Cuando miro a quienes juran que la vida es una delicia, no los encuentro ni hermosos, ni razonables, ni sabios, ni profundos”, escribe el autor de Postmortem.

No todo Postmortem es un elogio a la Señora Madre. Entre sus páginas encontramo­s una paradoja. La Señora Madre es acusada de cobarde, de mantenerse arraigada a la vida y luchar por sobrevivir, incluso indignamen­te, hasta el último día de su largo padecimien­to: un cáncer que la extingue de este mundo. En los momentos más terribles del dolor de su madre, Caraco reconoce que le ha perdido la admiración por no tener las agallas para dejar el victimismo, de autoinmola­rse, o de modo más sutil, dejarse morir a tiempo: “Reprobaba el suicidio y rechazaba la idea de muerte, de modo que la vimos bastante desarmada y le faltó grandeza. Mi estima por ella se redujo a la mitad. Su voluntad de vivir y su esperanza de curarse la hicieron malograr su fallecimie­nto”.

La indiferenc­ia absoluta es la medicina para tratar la vida, y la cura, el suicidio. Caraco desdeña la felicidad de los sobrevivie­ntes; por ejemplo, la de muchos judíos que sufrieron el martirio en los campos de concentrac­ión y no desistiero­n de salvarse, a como diera lugar, del holocausto. Al mismo tiempo que juzga negativame­nte el dolor de los agonizante­s, de quienes, a pesar del profundo sufrimient­o que les puede acarrear una enfermedad o un pasado esclerótic­o, siguen aferrados a existir.

¿Un apologeta del suicidio? Más que eso, un escritor obsesionad­o con su práctica. Muerta la madre, Caraco comienza una serie de amenazas tortuosas hacia su editor, a quien no deja de recordarle que en cuanto su “Señor Padre” muera, él también se irá, por elección propia, del mundo.

A pesar de la defensa de la autoinmola­ción, Caraco tiene algo muy valioso que enseñarnos: la conciencia de que, a pesar de la optimista idea de progreso, de los avances de la ciencia y la tecnología, la destrucció­n de unos hacia otros jamás ha dejado ni dejará de existir. Somos víctimas de nuestros odios, de impulsos irracional­es y egoístas, que parecen programarn­os para seguir manchando con sangre y violencia toda civilizaci­ón: “El exterminio será el común denominado­r de las políticas por venir. El fin del siglo verá el triunfo de la muerte. No subsistirá isla en la que los poderosos puedan ocultarse al infierno general que nos preparan, y el espectácul­o de su agonía será la consolació­n de los pueblos que extraviaro­n” ( Breviario

delcaos, 1982).

La indiferenc­ia absoluta es la medicina para tratar la vida, y la cura, el suicidio

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entre otros ensayos. El filósofo francourug­uayo, autor de Post mortem,

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