Turandot
Antenoche estuve una hora en el patio de mi casa con A. Es la primera visita que recibo en un año. No le ofrecí un trago. Él, que no fuma, despachó tres cigarros; yo, que fumo, no me quité el cubrebocas.
A. es uno de los mejores hombres que conozco. Es mi amigo. Y es un político. Necesitaba hablar. Porque ser un buen hombre y dedicarse a la política en el mundo y el país en que vivimos es cosa difícil de digerir. Por eso me dio gusto abrirle mi casa (o al menos el patio, que es lo más a lo que me atrevo dadas las circunstancias sanitarias) y escucharlo. Nada de lo que me contó es terrible. Nomás desgastante.
A. se fue. Trabajé un rato. Me colé entre las sábanas junto a Eunice. Leí el periódico —¡al fin!— en el teléfono. Más de una noticia me impresionó. Pero logré conciliar el sueño.
Era como la de Woody Allen. Era un más o menos desierto en una playa fría. Yo había llegado ahí a presentar un montaje de —esa ópera sobre el autoritarismo y el capricho, sólo susceptibles de ser derrotados por quien resuelva un enigma asaz inescrutable— pero pensaba menos en su discurso que en su viabilidad. (Es, recuerdo ahora, la ópera favorita de B., otro hombre cercano a mí, que cree que los libros y las ideas construyen ciudadanía.)
Ahí me topaba yo con C. Que también es uno de los mejores hombres que conozco. Y mi amigo. Y periodista, lo que tampoco es fácil en este tiempo ni en este lugar. Había ido a hacer un reportaje sobre uso de suelo y corrupción. Me pedía mi opinión. Lo acompañaba. Se la daba.
Después caminábamos por un paseo tablado, y hablábamos del mundo de ayer —que compartimos en laalegríaaunquenoenlainconciencia— y del mundo de hoy — ante el que nos une el estupor. Nos despedíamos en el teatro. La función arrancaba en tiempoyforma.Perodosamigos—D y E: ambos escritores, ambos buenos hombres— se habían quedado sin lugar en el auditorio, y yo debía encontrarles uno. F. G. Haghenbeck murió de covid-19 a los 56 años. Fue la última noticia que leí antes de dormir. Un buen hombre. Un buen escritor. Nos caíamos bien pero no fuimos amigos. Lo lamento.
Él, que no fuma, despachó tres cigarros; yo, que fumo, no me quité el cubrebocas.