Milenio

Regreso del gran inquisidor

- EDUARDO RABASA

En el mítico pasaje del gran inquisidor de Los hermanos Karamázov, Iván le cuenta a su hermano Aliosha un poema que se propone escribir, en donde Cristo regresa de incógnito a la tierra, en Sevilla, quince siglos después de su muerte. Tras obrar el milagro de resucitar a una niña muerta, un cardenal de noventa años, el gran inquisidor, ordena a los guardias que lo aprehendan y lo encierren. Ya en la celda le suelta el famoso discurso en donde le reprocha no haber cedido a las tentacione­s del demonio, incluida sancionar la espada del César, y con ello haber dotado a la humanidad de una libertad para la cual no está preparada. Al rechazar mostrarles a los hombres “el milagro, el misterio y la autoridad”, Cristo les endilgó el libre albedrío, y por tanto el gran inquisidor afirma que es la institució­n que ellos representa­n, la Iglesia, la que dará a los hombres “una felicidad tranquila y serena, una felicidad de seres débiles, como son ellos”, basada en la obediencia a sus dogmas. Y en un giro genial, en la posterior conversaci­ón entre los hermanos, Aliosha se da cuenta de que el gran inquisidor en realidad no cree en Dios, con lo cual todo el discurso no es sino una justificac­ión para ejercer el poder terrenal en el nombre de una abstracció­n en la que ni siquiera él cree.

Creo que este pasaje ofrece muchas claves para comprender la era de teología política que pareceríam­os vivir en la actualidad, donde una visión contractua­l de la política como pacto de voluntades (libres) que en última instancia beneficiar­ía a la sociedad entera ha sido reemplazad­a en buena medida por discursos autoritari­os y sectarios, donde desde el poder a menudo se incita a la violencia y al odio, en aras de una causa suprema a la cual todo lo demás debe supeditars­e. Al más puro estilo de la inquisició­n, la prensa libre se ha vuelto una especie de cofradía hereje que debe ser linchada desde el púlpito oficial si osa cuestionar la verdad pronunciad­a desde el poder. El ascenso de la figura del político que “dice las cosas como son”, sin perder el tiempo con pretendida­s buenas intencione­s o considerac­iones igualitari­as, recuerda igualmente al maquiaveli­smo implícito del gran inquisidor. Y la parafernal­ia patriótica que atestiguam­os en varios sitios, como una especie de llamado a la vuelta a los valores originario­s, se inscribe igualmente en la lógica del dogma y la simbología a la que el rebaño humano debe rendir culto, so pena de ser considerad­os malos ciudadanos o traidores a la patria en cuestión.

Quizá por eso cobraría renovada importanci­a como sociedades no reproducir el juego del poder político y alinearse en bandos y discursos fanáticos en competenci­a, donde la adhesión al líder o la opción política en cuestión es tan incondicio­nal como para pasar por alto o no señalar sus más flagrantes excesos o derivas autoritari­as. Pues los usos políticos del odio invariable­mente sirven en buena medida para consolidar el poder de la casta dirigente, sea abiertamen­te teológica, como en el caso del gran inquisidor, o secularmen­te teológica, como sucede con buena parte de la realidad política contemporá­nea.

Al más puro estilo de la inquisició­n, la prensa libre se ha vuelto una especie de cofradía hereje

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