Regreso del gran inquisidor
En el mítico pasaje del gran inquisidor de Los hermanos Karamázov, Iván le cuenta a su hermano Aliosha un poema que se propone escribir, en donde Cristo regresa de incógnito a la tierra, en Sevilla, quince siglos después de su muerte. Tras obrar el milagro de resucitar a una niña muerta, un cardenal de noventa años, el gran inquisidor, ordena a los guardias que lo aprehendan y lo encierren. Ya en la celda le suelta el famoso discurso en donde le reprocha no haber cedido a las tentaciones del demonio, incluida sancionar la espada del César, y con ello haber dotado a la humanidad de una libertad para la cual no está preparada. Al rechazar mostrarles a los hombres “el milagro, el misterio y la autoridad”, Cristo les endilgó el libre albedrío, y por tanto el gran inquisidor afirma que es la institución que ellos representan, la Iglesia, la que dará a los hombres “una felicidad tranquila y serena, una felicidad de seres débiles, como son ellos”, basada en la obediencia a sus dogmas. Y en un giro genial, en la posterior conversación entre los hermanos, Aliosha se da cuenta de que el gran inquisidor en realidad no cree en Dios, con lo cual todo el discurso no es sino una justificación para ejercer el poder terrenal en el nombre de una abstracción en la que ni siquiera él cree.
Creo que este pasaje ofrece muchas claves para comprender la era de teología política que pareceríamos vivir en la actualidad, donde una visión contractual de la política como pacto de voluntades (libres) que en última instancia beneficiaría a la sociedad entera ha sido reemplazada en buena medida por discursos autoritarios y sectarios, donde desde el poder a menudo se incita a la violencia y al odio, en aras de una causa suprema a la cual todo lo demás debe supeditarse. Al más puro estilo de la inquisición, la prensa libre se ha vuelto una especie de cofradía hereje que debe ser linchada desde el púlpito oficial si osa cuestionar la verdad pronunciada desde el poder. El ascenso de la figura del político que “dice las cosas como son”, sin perder el tiempo con pretendidas buenas intenciones o consideraciones igualitarias, recuerda igualmente al maquiavelismo implícito del gran inquisidor. Y la parafernalia patriótica que atestiguamos en varios sitios, como una especie de llamado a la vuelta a los valores originarios, se inscribe igualmente en la lógica del dogma y la simbología a la que el rebaño humano debe rendir culto, so pena de ser considerados malos ciudadanos o traidores a la patria en cuestión.
Quizá por eso cobraría renovada importancia como sociedades no reproducir el juego del poder político y alinearse en bandos y discursos fanáticos en competencia, donde la adhesión al líder o la opción política en cuestión es tan incondicional como para pasar por alto o no señalar sus más flagrantes excesos o derivas autoritarias. Pues los usos políticos del odio invariablemente sirven en buena medida para consolidar el poder de la casta dirigente, sea abiertamente teológica, como en el caso del gran inquisidor, o secularmente teológica, como sucede con buena parte de la realidad política contemporánea.
Al más puro estilo de la inquisición, la prensa libre se ha vuelto una especie de cofradía hereje