El báculo y el maná
Amenazada por el amago de una Superliga ciento por ciento privada, un progresivo desgaste de los clubes con las convocatorias de sus futbolistas y un poderoso torneo de selecciones europeas cada cuatro años, al que solo faltan Brasil, Argentina y alguna más para creerse un Mundial, la FIFA reaccionó de la peor forma: en lugar de recomponer el camino como organismo rector, eligió pensar como los demás y rivalizar contra el juego que juró proteger.
Su propuesta para reorganizar el calendario no tiene que ver con el problema central: una saturación de viajes, partidos y torneos que perjudican la calidad de la oferta, sino con una voraz competencia colocándose al mismo nivel de todos, y no por encima de ellos, como se espera. Al sugerir la organización de un Mundial cada dos años, la FIFA reconoce que, para sobrevivir, necesita que la joya de la corona multiplique sus ganancias, su control, su influencia y su potestad sobre el juego.
Desde su fundación, el despacho que legisla y administra el futbol consiguió hacer de los mundiales el eje central de toda la estructura que rodea a este deporte. La Copa del Mundo, una estatuilla sagrada de oro macizo, ha sido el báculo que otorga poderes absolutos a sus presidentes como guías, mentores y recaudadores: los mundiales nos fueron mostrados como el maná. Pero el desarrollo del futbol como espectáculo y negocio en las últimas décadas, no necesitó de ellos para crecer.
Las principales Ligas europeas, repletas de grandes equipos cuyos colores en ocasiones representan a más fanáticos que países enteros; los nuevos inversores que llevaron el futbol de clubes a otra dimensión comercial; competiciones con alto prestigio y frecuencia como la Champions, o campeonatos como la Eurocopa de Naciones de larga eliminatoria y espectacular fase final; evidencian a un organismo apalancado al tercer mundo futbolístico donde promete duplicar la felicidad.