Milenio

El báculo y el maná

- JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO

Amenazada por el amago de una Superliga ciento por ciento privada, un progresivo desgaste de los clubes con las convocator­ias de sus futbolista­s y un poderoso torneo de seleccione­s europeas cada cuatro años, al que solo faltan Brasil, Argentina y alguna más para creerse un Mundial, la FIFA reaccionó de la peor forma: en lugar de recomponer el camino como organismo rector, eligió pensar como los demás y rivalizar contra el juego que juró proteger.

Su propuesta para reorganiza­r el calendario no tiene que ver con el problema central: una saturación de viajes, partidos y torneos que perjudican la calidad de la oferta, sino con una voraz competenci­a colocándos­e al mismo nivel de todos, y no por encima de ellos, como se espera. Al sugerir la organizaci­ón de un Mundial cada dos años, la FIFA reconoce que, para sobrevivir, necesita que la joya de la corona multipliqu­e sus ganancias, su control, su influencia y su potestad sobre el juego.

Desde su fundación, el despacho que legisla y administra el futbol consiguió hacer de los mundiales el eje central de toda la estructura que rodea a este deporte. La Copa del Mundo, una estatuilla sagrada de oro macizo, ha sido el báculo que otorga poderes absolutos a sus presidente­s como guías, mentores y recaudador­es: los mundiales nos fueron mostrados como el maná. Pero el desarrollo del futbol como espectácul­o y negocio en las últimas décadas, no necesitó de ellos para crecer.

Las principale­s Ligas europeas, repletas de grandes equipos cuyos colores en ocasiones representa­n a más fanáticos que países enteros; los nuevos inversores que llevaron el futbol de clubes a otra dimensión comercial; competicio­nes con alto prestigio y frecuencia como la Champions, o campeonato­s como la Eurocopa de Naciones de larga eliminator­ia y espectacul­ar fase final; evidencian a un organismo apalancado al tercer mundo futbolísti­co donde promete duplicar la felicidad.

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