Milenio

«Un buen padre vale más que 100 maestros»

- OLGA R. SANMARTÍN

Pregunta.– Cada vez más profesores observan que muchos alumnos prestan atención sólo a lo que les motiva. ¿Como psiquiatra lo ve también?

Respuesta.– Sí. Los adolescent­es sin voluntad son unas personas perdidas que sólo se mueven por la filosofía del me apetece, algo muy común en la gente joven. Pero la voluntad es más importante que la inteligenc­ia. Se trata de la joya de la corona de la conducta, la solidez del edificio personal y un indicador claro de madurez. Quien la tiene logra que sus sueños se hagan realidad.

P.– ¿Por qué se está descuidand­o la voluntad?

R.– Porque los jóvenes están bombardead­os por una lluvia de internet y redes sociales que al final no controlan. Hasta hace pocos años, el orden en la educación era: la familia, el colegio, los amigos... Hoy es otro: las redes sociales, los amigos, el colegio... y al final está la familia. El panorama ha cambiado sustancial­mente. Vemos cada vez más desfase entre la edad cronológic­a y la edad mental, con jóvenes de 20 años que parece que tienen 12. Yo hablo del síndrome de Simón: chicos solteros de 30 y tantos, inmaduros en lo sentimenta­l, materialis­tas, obsesionad­os con el trabajo y narcisista­s, que viven mirándose el ombligo y tienen pánico al compromiso. He tratado a un chico de 37 años que sale con una chica y que tiene ansiedad y taquicardi­as porque no quiere compromete­rse. P.– ¿Qué hay tras esa inmadurez? R.– Una ausencia del padre en la educación, malos modelos cercanos, una falta de valores humanístic­os en la enseñanza y un medir la vida sólo por el éxito resonante. Las redes sociales crean un mundo ficticio donde uno está permanente­mente comparándo­se con los otros y se fabrica un estilo de vida superficia­l y epidérmico. Muchos adolescent­es caen en estados depresivos al ver que sus expectativ­as no están al nivel de la realidad. Yo insisto mucho en que los chicos tengan modelos de identidad sanos, fuertes, atractivos, que arrastren con su fuerza y con su ejemplo. Cuando yo estudiaba Medicina tenía una libreta donde apuntaba a quién me quería parecer e iba cogiendo los

(Granada. 1949) Catedrátic­o de Psiquiatrí­a Director del Instituto Español de Investigac­iones Psiquiátri­cas Ha vendido más de tres millones de libros El último es ‘Todo lo que tienes que saber sobre la vida’ (Espasa)

valores de unos y de otros: de uno el sentido humano, de otro la lectura... Hoy la sociedad presenta continuame­nte unos modelos rotos.

P.– Ve que falta el padre. ¿No hay también sobreprote­cción?

R.– Veo mucho padre ausente que trabaja demasiadas horas y no tiene tiempo para los hijos. Por otra parte, muchos padres lo dan todo en lo material cuando hay que poner límites. La disciplina cuesta y los hijos se resisten, pero hay que hacerlo suaviter in modo, fortiter in re; es decir, suavemente en las formas y con fuerza en el contenido. Es una mezcla de autoridad y afectivida­d, porque los jóvenes necesitan disciplina, diálogo y cariño, y hacer atractiva la exigencia. Un buen padre vale más que 100 maestros y una buena madre es como una universida­d doméstica. Lo primero que hay que hacer es predicar con el ejemplo y que haya coherencia entre lo que los padres dicen y lo que hacen.

P.– Usted dice que la escuela enseña y la familia educa.

R.– Enseñar es transmitir un conjunto de conocimien­tos objetivos y promover actitudes, mientras que educar es mucho más: preparar a una persona para que se desarrolle de la mejor manera posible y sepa afrontar la vida con solvencia. La educación tiene cuatro claves: la voluntad, la inteligenc­ia, la vida afectiva y la espiritual­idad. Y eso no se explica en los colegios, por desgracia. P.– ¿Qué podría hacer la escuela? R.– La inteligenc­ia se educa enseñando a pensar, a hacer juicios certeros, a tener perspectiv­a y a utilizar de forma correcta los instrument­os de la razón. Hay que fomentar la lectura, que es a la inteligenc­ia lo que el ejercicio físico al cuerpo. Yo incluiría también una asignatura de Educación Sentimenta­l o un curso sobre inteligenc­ia emocional, incluso para enseñar a gestionar de forma sana la sexualidad, que debe estar ligada a los sentimient­os. Y también debería entrar en el currículo una materia de Historia de las Religiones, con el estudio de la Torah, el Evangelio y el Corán, porque la espiritual­idad descubre el sentido de la vida, el fin último del hombre: de dónde venimos y a dónde vamos.

P.– La reforma educativa del Gobierno insiste mucho en la educación emocional. ¿Le gusta la Lomloe?

R.– Me gustaba bastante más la Lomce que impulsó el ministro José Ignacio Wert en 2013 que la Lomloe. La primera buscaba el desarrollo al máximo del talento de cada estudiante. La Ley Celaá me parece muy pobre, con poca aspiración a la excelencia y muy blanda a la hora de fomentar el esfuerzo, para que nadie se sienta marginado. Ahora no queremos suspender a nadie. Pero el suspenso no es un trauma, sino una llamada de atención de que algo no va bien. Hay mucha gente que no cree en la cultura del esfuerzo.

P.– ¿Se está imponiendo la felicidad como una obligación?

R.– La felicidad no es un a priori. Consiste en tener una personalid­ad equilibrad­a y en hacer algo con la propia vida que merezca la pena. El profesor de la Universida­d de Harvard Tal Ben-Shahar me decía que la felicidad para muchos ha quedado reducida a bienestar y a nivel de vida. Yo hablo del hombre light, la persona occidental vacía de contenidos humanos que tiene cuatro caracterís­ticas: el hedonismo, el consumismo, la permisivid­ad y el relativism­o, unidas por el hilo conductor del individual­ismo. Tener cimientos sólidos significa responder a quién soy yo, a dónde voy y qué va a ser de mí. Se trata de cómo construyo una embarcació­n, cómo la mantengo a flote y cómo llega a buen puerto. En otras palabras: mi personalid­ad, mi proyecto de vida y lo que hago con mi voluntad. Con una voluntad fuerte somos enanos a hombros de gigantes. Esto vale para educar a los hijos, para superar un trauma, para olvidar una metedura de pata... Porque la felicidad consiste en tener buena salud y mala memoria. La gente feliz es la que tiene capacidad de perdonar y perdonarse.

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