Dulce familia, amarga familia / I
Dieciséis palabras en un principio que ya contiene su final: “Todas las familias felices se parecen entre sí; cada familia desdichada lo es a su manera”, comienza Ana Karenina de Tolstoi, el hoy proscrito. Octavio Paz es más brutal escribiendo su Pasado en claro: “Familias, criaderos de alacranes: como a los perros dan con la pitanza vidrio molido, nos alimentan con sus odios y la ambición dudosa de ser alguien”. Los antiguos turcomanos hablaban así del derrocamiento del padre por los hijos: “Cuando el lobo envejece se vuelve hazmerreír de los perros”. El atormentado y monumental Lear declara abrogados sus vínculos paternos ante la perversión que Gonerila y Regania, las malas hijas, hacen de su amor filial: “Ahora digo: la nada engendra la nada”. Freud habla de “la evaporación de las ilusiones” para considerar la deconstrucción objetiva de los vínculos familiares. El viejo Papini advertirá que todo a su alrededor se desintegra y disuelve: “La familia, la moral, la religión, la filosofía, el arte, etc.”. En Lucas 14:26 Jesús afirma: “Si
El poeta Espronceda compondrá un verso: “No hay censores peores que los hijos de uno”
alguien viene a mí y no aborrece (posterga, según una versión edulcorada) a su padre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanas y hermanos […] no puede ser mis discípulo”. Meursault abre El extranjero de Camus con una glacial indiferencia: “Mamá se ha muerto hoy. O puede ser que ayer, no lo sé”. El poeta Espronceda compondrá un verso: “No hay censores peores que los hijos de uno”. David Cooper, citando el armazón que bloquea el encuentro entre sus miembros y demanda una ofrenda sacrificial que a ninguno deja contento, concluye: “A falta de dioses, hemos debido inventar abstracciones potentes; ninguna de ellas _ más poderosamente destructiva que la familia”.
¿Qué hacer entonces con esta estructura inevitable donde cada uno de nosotros es cada uno de sus miembros? ¿Acaso amarla como Spinoza propone amar a Dios: sin esperar que Dios nos ame?