Milenio

Espectros políticos

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RECORDAR un dolor aún nos duele. Una felicidad recordada ya no nos hace felices. Lo dijo Lord Byron y lo cantó Jorge Manrique en sus coplas al señalar cuán presto se va el plazer / como después de acordado da dolor. Lo hemos sentido en el curso de una semana:

de evocar con rabia la bala asesina que fijó la hora de Miguel Ángel Blanco a rememorar melancólic­amente los Juegos Olímpicos de Barcelona, cénit de la España constituci­onal, en su trigésimo aniversari­o. 1992 es el año perfecto –su recuerdo se mezcla con la infancia o juventud de muchos– que se llevó la marea y al que intentamos volver dando penosas brazadas. Como el enfermo que exige que le receten el mismo fármaco que una vez le funcionó, imploramos que nos dejen celebrar otros juegos, aunque ya no seamos capaces ni de acordar la candidatur­a.

Aquel annus mirabilis comenzó antes, con la Conferenci­a de Paz de Madrid, gesta no menor de la diplomacia española, que sentó en una mesa a israelíes y palestinos. Vino luego el estreno de la alta velocidad: un tren

que volaba sobre los olivares con la promesa de unir a todas las Españas. En Sevilla volvía a latir el corazón del mundo. La exposición universal prologó el olimpo en Montjuic: rumbas, medallas, banderas españolas y catalanas y una flecha ascendente en cuya punta encendida cabía todo el país. Aún hubo tiempo de soñar con América a cinco siglos del viaje de Colón. Hispania felix.

Hubiera sido momento para finiquitar cuitas seculares. Pasó lo contrario. El nacionalis­mo catalán no iba a permitir que en el pebetero se apagara también la llama del agravio, siempre mejor remunerado que el contento. Pero en la eclosión secesionis­ta se suele omitir un insospecha­do factor explicativ­o: el propio éxito de las olimpiadas, que inficionó al progresism­o

barcelonés del veneno de la vanidad. El procés, en el fondo, se puede leer como el deseo de las élites de Barcelona de volver a ser el centro del mundo (recuérdese la tentativa del pomposo Forum Universal de las Culturas). Niveles exorbitado­s de jactancia –espoleados por los éxitos futbolísti­cos del Barça– fueron la vía al nacionalis­mo de muchos catalanes que no habían sido nacionalis­tas antes del 92. La vanidad abonó la vesania. A los constituci­onalistas catalanes el espectro olímpico les persigue: aquel verano fue la mestiza tierra prometida de la que han sido expulsados. Les vetan campañas en marquesina­s con el reclamo de los Juegos. Quizá sea hora de apartar la mariposa negra de la nostalgia y buscar otras maneras de hacerse respetar.

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