Dulce familia, amarga familia / y II
¿Cuándo permitirán los padres que sus niños los críen? Esta irónica pregunta de David Cooper, quien concibe la libertad como el declararse a sí mismo huérfano antes de poder hablar, alude al sistema de roles al interior de la familia, una estructura experta en la inculcación (“aterrada y aterrorizante”) de no plantearse dudas sobre ella misma y destruir en cada uno de sus miembros tal posibilidad. Su mecanismo es el doble vínculo o mensaje, la putrefacta base de toda patología personal. Regla A: No (actúes, desobedezcas, hagas, digas, etcétera); Regla B: la regla A no existe; Regla C: nunca hables de la existencia o la inexistencia de las reglas A, B y C.
Dado que somos un conjunto de relaciones internalizadas, nuestros cuerpos encarnan una especie de mausoleo, “una tumba embrujada sobre la que caminan los fantasmas de generaciones”, según R. D. Laing. Las familias infelices suelen enterrar a sus muertos unos sobre otros, de ahí que pensar un núcleo familiar de tres generaciones atrás (dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos) se vuelve insoportablemente complejo, pues
La levedad existencial se alcanza soltando su lastre, donde radican los traumas, las palabras huecas...
la irracionalidad del individuo encuentra su racionalidad en el contexto familiar de origen. A ello, Laing le llama Knots (Nudos).
Nuestra inteligencia, diría Wittgenstein, es hechizada por el lenguaje. La levedad existencial se alcanza soltando su lastre, donde radican los traumas, las palabras huecas, la lengua de madera. Las familias infelices lo son en el lenguaje. O dicen tanto superficial que no dicen nada, o dicen tan poco esencial que lo ocultan todo.
El proceso de curación empieza al vencerse el mutismo psíquico y preguntarse a fondo por la identidad. Al rechazar los adjetivos de magnitud mediante un esfuerzo de precisión que busca los nombres de las cosas. Quizá en eso consista existir, en contarnos la vida a nosotros mismos. Así el Eclesiastés: que los muertos entierren a sus muertos.