Un desafío al liderazgo de Joe Biden
El viaje de Pelosi pone de relieve que el presidente no controla su propio partido
El viaje de Nancy Pelosi a Taiwan tiene un perdedor claro, y en un terreno político concreto: Joe Biden, en la política interna estadounidense. El presidente ha dejado claro que no controla a su propio partido. Es cierto que en EEUU existe una separación de poderes mucho mayor que en muchas otras democracias, incluida España. Y es cierto que, además, el cargo de presidente de la Cámara de Representantes tiene una relevancia institucional enorme, hasta el punto de que es el segundo en la línea de sucesión del presidente, solo por detrás del vicepresidente.
Pero eso no evita que el hecho de que Biden no haya sido capaz de convencer a Pelosi de que no fuera Taiwan transmita una señal de debilidad enorme por parte del presidente. Máxime si se tiene en cuenta que Biden ha hecho bandera de su experiencia y su dominio de la política y las instituciones, logrados en 36 años en el Senado y ocho en la vicepresidencia.
La moto que vende la Casa Blanca es que Biden no se puede poner al teléfono con líderes extranjeros porque está centrado en la política nacional. Y que su jefe de gabinete, Ron Klein, que es el hombre más poderoso del Gobierno, no tiene tiempo para hablar con embajadores porque se dedica, sola y exclusivamente, a convencer a los senadores de que vayan aprobando la agenda en política doméstica del presidente.
¿Cómo cuadra eso con que Biden no sea capaz de convencer a Pelosi, a la que conoce desde hace décadas, de que no haga un viaje a Taiwan en el que ella no se juega nada, y que compromete la política de EEUU con China, el mayor rival que ese país ha conocido desde el colapso de la Unión Soviética? Sobre todo, cuando en la Casa Blanca están totalmente convencidos de que, si la popularidad de Biden está bajo tierra es porque ellos solo están ahí para hacer política para adultos, o sea, gobernar y no a hacer campaña, una tarea supuestamente inferior que dejan para advenedizos. La gran suerte que han tenido es que esto se está produciendo en agosto cuando incluso los estadounidenses –a los que la ley no les da derecho a vacaciones pagadas– están pensando más en la playa y andan más interesados en las primarias republicanas y en el goteo de revelaciones sobre el papel de Donald Trump en el asalto al Capitolio.
Encima es Pelosi, con toda probabilidad la político más detestada por el Partido Comunista Chino desde que en 1991 tuvo el valor, con otros dos congresistas, de plantarse en la Plaza de Tiananmen, en Pekín, y desplegar una pancarta con la leyenda en mandarín «Por todos los que murieron por la democracia en China», en referencia a la matanza de miles de manifestantes pacíficos que pedían libertades llevada a cabo dos años antes por el Gobierno chino.
Y, para añadir más insulto, un detalle: Pelosi no se juega nada. Su escaño en la Cámara de Representantes es seguro. Igual que es seguro –salvo sorpresa mayúscula– que el Partido Demócrata perderá la mayoría en esa cámara el 8 de noviembre, y Pelosi dejará de presidirla. Además, en Estados Unidos, las elecciones al Congreso se ganan con política doméstica. De hecho, si este viaje puede tener alguna consecuencia electoral para Pelosi será negativa, ya que su distrito, en San Francisco, tiene una enorme población de origen chino entre la que Xi es popular y que no vería con malos ojos que China se anexionara a Taiwan.
Y hay un último detalle: con el viaje, la estrategia de EEUU hacia China queda empañada de politiqueo. Hasta ahora, se trataba de una de las pocas cosas que quedaban en las que había un consenso, un sentido de Estado e interés nacional. Ahora, eso podría estar desapareciendo, acaso para siempre. Veintiún senadores republicanos han publicado una carta apoyando el viaje, pese a que Pelosi es su bestia negra. Ni un demócrata ha puesto su firma al pie.