La más grande
Crecí en una época donde el tenis se desprendía de ese mito clasista que le envolvía en celofán, uniformándolo de Lacoste, Sergio Tacchini o Fila. Este deporte, que en pocos años pasó de la Jack Kramer de madera, a la Wilson de aluminio y a la Penn de grafito, fue acercándose al gran público a partir de la arrasadora personalidad de un grupo de jugadores que transformaron un juego blanco, silencioso e inmaculado, en un espectáculo apasionante.
Fueron tiempos donde los tenistas tenían la asombrosa capacidad de identificarse con miles de aficionados en función de su forma de vestir, su manera de hablar, su estilo y sus batallas. No importaba quién ganaba, sino cuál emocionaba más: el rumano Ilie Nastase, el neoyorquino descendiente de lituanos Vitas Gerulaitis, el sueco Björn Borg que heredó su escuela a Mats Willander y Stefan Edberg; los australianos Ken Rosewall, Rod Laver y John Newcombe; los estadunidenses Arthur Ashe, Roscoe Tanner y el exuberante Jimmy Connors; los argentinos Guillermo Vilas y José Luis Clerc; el checoslovaco Ivan Lendl que llevaba su ropa en bolsas de supermercado y el fenomenal John McEnroe, cuyo carácter, dominio y explosividad en las pistas, dieron al tenis una acidez extraordinaria, marcando a generaciones de aficionados que les mirábamos por televisión.
Después llegaron Sampras y Agassi, y más adelante Federer, Nadal y Djokovic.
Pero en aquellos años dorados, existieron dos jugadoras que cautivaron como nadie a millones de personas: Martina Navratilova y Chris Evert llevaron el tenis a niveles de audiencia nunca vistos. Recogiendo la estafeta de Billie Jean King y pasándola a Graf y Sabatini, protagonizaron el liderazgo del deporte femenino como uno de los movimientos más emotivos del siglo XX.
Ante el inminente retiro de Serena, la más grande, vale la pena recordar de dónde viene para saber el lugar que ocupará en el deporte universal.
Vale la pena recordar de dónde viene para saber el lugar que ocupará en el deporte