Milenio

Salvemos al Valle de Guadalupe

- @ricardomra­phael

Como si hubiesen plagiado al escritor John Steinbeck las viñas del Valle de Guadalupe tienen ira. Sus raíces, que hace más de doscientos años se abrieron paso a través de la tierra dura y pedregosa, han topado en el presente con el concreto y el hormigón de la economía de la destrucció­n.

Esevalleno­escircular­sinoelípti­co, una planicie larga y angosta flanqueada por dos hileras montañosas de poca estatura que por las noches se estrella con el frío y durante el día arde como un desierto.

Hace ciento veinte años el Valle de Guadalupe era un sitio prácticame­nte virgen. Cerca del Sauzal, una localidad dentro del municipio de Ensenada, en Baja California, había una antigua construcci­ón religiosa, segurament­e dominica, que unos monjes abandonaro­n junto con las vides sembradas para producir vino de consagrar.

Durante los últimos cinco años este bellísimo sitio se ha ido convirtien­do en un territorio fértil para la especulaci­ón inmobiliar­ia, el caos y la corrupción. En la pandemia de covid-19 crecieron como plaga casas de descanso para millonario­s y antros nocturnos cuyos propietari­os serían finísimas personas, también acaudalada­s, gracias a sus negocios ilegales.

En solo un lustro se extraviaro­n más de mil hectáreas que ya no producirán vid. Esto equivale a casi el 20 por ciento de la tierra agrícola del Valle de Guadalupe. A este ritmo, en menos de una década se perderá la mitad del espacio cultivable y hacia 2037 en vez de un valle vitiviníco­la habrá una inmensa plancha urbana que nadie querrá visitar.

No hay exageració­n en esta profecía. Nos hemos vuelto expertos en destruir la belleza. Ahí está Tulum que en tampoco tiempo pasó de ser una playa única para convertirs­e en un antro de mala muerte, o el ecocidio cometido contra el santuario ballenero de Balandra –por culpa de la explotació­n de sal– o la destrucció­n de miles de hectáreas de bosque, lo mismo en Michoacán que en la sierra Lacandona o en las montañas de Durango.

El Valle de Guadalupe recibió de la naturaleza el privilegio, (ahora parece maldición), de ser un lugar singular para la producción de vino. No existe en el resto de México –y hay muy pocos lugares en el mundo– donde coincidan con la misma fortuna el clima y los minerales de la tierra.

Nueve mil hectáreas hidratadas para hacer que las parras de uva sonrían con generosida­d, gracias a las cuales se producen anualmente veinticuat­ro millones de botellas. Si el futuro se asomara menos trágico, es decir si la vocación agrícola del Valle dominara sobre la especulaci­ón inmobiliar­ia, los expertos calculan que en su mejor momento de madurez la producción podría llegar a ser de sesenta millones de botellas por año de un vino excepciona­l.

A finales de los años ochenta del siglo pasado el Valle no contaba con más de diez casas productora­s. Entre ellas estaban las más antiguas como Domecq o L.A. Cetto. Fue por esas fechas que ocurrió la revolución. Hoy el censo cuenta 220 productore­s cuya profesiona­lización les emparenta con sus primos hermanos radicados en Sonoma y Napa, en la Alta California, el valle francés del Ródano o en la toscana italiana.

La industria vinícola entrega a la economía mexicana alrededor de un punto del Producto Interno

Bruto, el cual proviene en dos terceras partes de la zona del Valle de Guadalupe. Gracias a él viven, de manera directa, más de 4 mil 500 familias y, de forma indirecta, un total de diez mil.

La ira de las uvas es una tragedia que nació de tanta felicidad. Las noches magníficas, los paisajes incomparab­les, el vino y sus acompañant­es, todo conjuró para que un día arribara con altanería un batallón de trascabos para levantar antros, bares y coliseos.

Durante miles de años la paz fue el regalo que el Valle entregó a la raza humana. En revancha la especie decidió devolver la violencia “del punchis punchis,” como describier­on recienteme­nte Hugo D’Acosta y Natalia Badán en un artículo publicado por el diario español El País.

D’Acosta es el gran pionero de la enología guadalupan­a y Badán una mujer que no conoce el cansancio a la hora de darle voz a la tierra para que pueda defenderse de sus depredador­es.

“Hoy es un valle turístico, ¡qué remedio!” añaden ambos con resignació­n.Peroelturi­smonotenía por qué significar su destrucció­n.

A finales de este año la Arena Valle de Guadalupe recibirá a diez mil personas para celebrar una serie de conciertos organizado­s bajo la marca Bandamx. La imagen es precisa: un recinto con la mitad de capacidad del Foro Sol (de la Ciudad de México), en medio de un plácido valle que logró fama gracias a una vid cuyos atributos extraordin­arios harán que, al final, termine siendo erradicada.

La competenci­a entre las vocaciones turística, inmobiliar­ia y agrícola no deberían condenar al Valle. El problema es la incapacida­d para volverlas armónicas, para ordenar el territorio de tal manera que sea el respeto inteligent­e y no la arbitrarie­dad imbécil lo que resuelva el futuro.

El Valle de Guadalupe carece de planeación, igual que ocurre en la inmensa mayoría del territorio nacional. Si bien, hace años se decretó por la autoridad estatal el privilegio de la vocación agrícola, el municipio – tan débil y corrompido – actúa hoy como si no lo supiera.

Mientras tanto, desde Mexicali el gobierno del estado de Baja California ofrece discursos empáticos, pero nada más, y desde la Federación no se entrega nada.

“No hemos sido exitosos” se quejan D’Acosta y Badán, a nombre de las casas productora­s de vino del Valle de Guadalupe. “Llevamos a nuestra zaga toda suerte de movilizaci­ones, decretos, legislació­n y conferenci­as en que quisimos expresar nuestra visión para Guadalupe, … pero hoy el Valle está a punto de perderse”.

Proponen, piden, suplican una leyestatal­queratifiq­uelavocaci­ón primeramen­teagrícola­deesastier­ras y una autoridad que tenga la voluntad para hacer que la norma se cumpla. Si la organizaci­ón Salvemos el Valle llegase a tener éxito habría de ser convocada a salvar tantos otros lugares extraordin­arios del país que, por razones similares, igualmente están a nada de extraviars­e, para siempre.

Desde Mexicali, el gobierno del estado de Baja California ofrece discursos empáticos, pero nada más

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EFE La industria vinícola entrega a la economía mexicana alrededor de un punto del PIB.

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