Autoinmersión de Iñárritu
Podría resaltar la espectacular fotografía, música, efectos especiales, diseño sonoro o arte de la película, aunque más allá de la pirotecnia, lo que me atrajo de Bardo fue la sensación vertiginosa de poder adentrarme a cierto estado mental
Un periodista y documentalista busca la verdad hasta darse cuenta de que la realidad es una ficción. Esa es una síntesis fáctica
de Bardo. Falsa crónica de unas
cuantas verdades, nueva película de Alejandro González Iñárritu.
Sin embargo, creo que es más sensato presentarla a partir de su enigmática primera escena en la que una sombra humana camina y luego vuela en un inconmensurable desierto, algo que me evocó a Alejandro Jodorowsky cuando dice que la conciencia es una barca solitaria que navega en el mar de la locura.
A partir de este momento inicial se establece la inmersión que el espectador hará en la mente del protagonista, por donde transitarán emociones, recuerdos, imágenes,sensaciones y proyecciones en un orden no lineal ni de contenido siempre lógico, pero que son en su conjunto, según mi percepción, una representación cinematográfica de lo que en psicología se conoce como flujo de la conciencia.
El flujo de la conciencia es un término acuñado por el filósofo William James para describir la manera en que pensamos y el cómo nos damos cuenta de lo que estamos pensando. La mente, como la vida, discurren de forma desordenada: nuestros pensamientos son resultado de proce¿Será sos caóticos que nunca ocurren en prosa.
Ulises, la célebre novela de James Joyce que cuenta un día común en la vida y cabeza de Leopoldo Bloom, es una muestra de la forma en la que la buena literatura mezcla el monólogo humano interior con reacciones emocionales, para intentar acercarse así a lo real más que a la verdad.
Bloom parece ser un alter ego de Joyce, igual que Silverio Gama, —protagonista de Bardo, interpretado por el gran Daniel Giménez Cacho—, de Iñárritu, un reconocido publicista (¿periodista?) de México que tras emigrar a Estados Unidos se volvió uno de los cineastas (¿documentalistas?) más famosos del mundo.
En ese sentido, Bardo puede verse también como una película urgente en esta etapa de la vida de su reconocido creador, en la que fluyen traumas, confesiones, frustraciones y fantasías personales a través de Silverio.
por eso que la catarsis o crisis de identidad de Iñárritu que se revela en la pantalla va de lo superficial a lo sublime, de lo irónico a lo retórico, o de lo honesto a lo falso, como quiere subrayar el subtítulo “Falsa crónica de unas cuantas verdades”?
A lo largo de esta asociación libre de ideas, acontecimientos mentales y materiales, son muchos y de muy variado nivel y tino los temas que se abordan: el éxito, la coherencia, la misantropía, lo pretencioso, la paternidad, el progresismo, la tristeza, las redes sociales, el colonialismo, la mexicanidad, las desapariciones, la vejez, los ajolotes…
Por este incesante fluir y vaivén, no parece casualidad que sea justo en un tren donde sucede una de las secuencias en la que se interconectan muchas de las claves metafóricas y literales que se van desvelando a lo largo de la historia.
En apariencia, el éxito es el tema que más se resalta, mediante una reflexión general que me remitió a algo que dijo Marlon Brando, quien consideraba que el éxito excesivo podía arruinar humanamente a alguien tanto como el fracaso excesivo.
Otro asunto que se va resaltando es el de la paternidad. Ya sea en entrañables momentos, como el encuentro del pequeño Silverio con el suyo en el baño del California Dancing Club o en la charla que sostiene el propio Silverio con su hija Camila en el borde de una piscina, pero también a través del arco narrativo del provocador personaje de Lorenzo, hijo mexicoamericano del protagonista.
La relación de México y Estados Unidos es otro de los aspectos que se plantea de manera obvia, a partir de hechos históricos como la invasión estadounidense de 1847, en la cual ocurrió —supongamos— una heroica gesta infantil durante nuestra derrota en la batalla del Castillo de Chapultepec (digo supongamos con cierta pena, luego de haber estudiado seis años en una primaria pública llamada Francisco Márquez, el niño héroe más olvidado de los seis que ahora sabemos fueron una quimera nacionalista).
Supongamos, por cierto, es también el nombre del programa que conduce un periodista estrella de la televisión mexicana, que por un lado parece estar muy resentido con el éxito de su antiguo amigo Silverio, pero que por el otro podría ser el único que puede y quiere decirle sus verdades en la cara al aclamado e incongruente documentalista que ya es más gringo que chilango. Si esta película es una representación cinematográfica del flujo de la conciencia de Iñárritu, el personaje del periodista televisivo sería algo así como su juez interior.
Tras un torneo de insultos y cuestionamientos —tan pertinentes como rebuscados— que se hacen Silverio y el periodista en una terraza, pasamos a una pista de baile con un montaje que te hace cambiar abruptamente el estado intelectual previo para hacerte bailar y conmoverte al mismo tiempo, gracias a la actuación (perdón que vuelva a decirlo) del gran Daniel Giménez Cacho.
Podría resaltar también la espectacular fotografía, música, efectos especiales, diseño sonoro o arte de la película, aunque más allá de la pirotecnia, lo que me atrajo de Bardo fue la sensación vertiginosa de poder adentrarme a cierto estado mental, de hundirme en mi propia consciencia a través de la que se proyecta en la pantalla. Sentir que todo lo demás desaparece un rato y que la experiencia en la sala de cine, por más loca y disparatada que sea, es REAL.
Tampoco soy ingenuo. Esta es una película que en su estridencia puede sentirse espiritual pero que costó millones de dólares, sacrificios materiales y daños emocionales…
¿O acaso esta contradicción casi budista la hace aún más honesta y es parte de la propuesta inmersiva de la realidad con la que Iñárritu busca salvarse a sí mismo de la locura?
Puede verse también como una cinta urgente en esta etapa de la vida de su reconocido creador