Milenio

El equilibris­ta del tablero mundial

- L. DE LA CAL

Joko Widodo hizo un viaje nocturno en verano de 11 horas en tren desde Polonia hasta Kiev para entregar en mano a Volodimir Zelenski la invitación a la cumbre del G-20 en Indonesia. Después, fue a Rusia. En Moscú también le dio la invitación personalme­nte a Vladimir Putin. Otro apretón de manos, más arengas hacia la paz y el diálogo, y vuelta a casa, previa parada en el box de Pekín. Allí, tras ser el primero desde los Juegos Olímpicos de Invierno en romper el cierre diplomátic­o de China por las restriccio­nes de la pandemia, charló con Xi Jinping. Antes de la travesía euro-asiática, Widodo había cruzado el charco hasta Washington para cenar en la Casa Blanca con Joe Biden.

A Widodo (61 años) siempre se le ha dado bien el equilibris­mo político. Lidera un gobierno de coalición de tres partidos que está al frente de un vasto archipiéla­go de 17.000 islas con cientos de lenguas y etnias diferentes. Es el director de orquesta del cuarto país más poblado del mundo. Fuera de casa, se mueve con agilidad por todo el tablero geopolític­o, sin alinearse con ninguno de los bloques cada vez más marcados y mirando únicamente por los intereses de su país.

La Indonesia de Widodo sigue comprando muchas armas y aviones a Rusia, con quien mantiene estrechos vínculos desde que la URSS apoyó su independen­cia de Holanda en 1945, mientras pide a Putin que termine con la guerra en Ucrania porque necesita que se reactiven las cadenas mundiales de suministro de alimentos para saciar sin inflación los estómagos de su pueblo.

La Indonesia de Widodo abre sus puertas a miles de soldados estadounid­enses para hacer simulacros de guerra conjuntos, mientras reconduce las relaciones con China, agrietadas por las disputas de islotes y arrecifes en las aguas que comparten, aumentando el comercio bilateral con Pekín y permitiend­o a los inversores chinos hacer y deshacer en mega proyectos de infraestru­ctura.

Así juega el hijo de un vendedor de muebles que lleva en la Presidenci­a de Indonesia desde 2014, cuando «Jokowi», como le conocen en su tierra, se convirtió en el primer líder del país asiático que venía de cuna humilde y no de alguna de las dinastías políticas o militares que controlaba­n la nación.

Hoy, Widodo se sube al escenario mundial como anfitrión de la cumbre del G-20 en la paradisíac­a Bali, blindada con más de 18.000 militares y policías, 14 buques de guerra atracados alrededor de la popular isla turística y 2.300 cámaras de circuito cerrado de televisión, equipadas con tecnología de reconocimi­ento facial. Las autoridade­s de Bali han pedido a muchos de los más de cuatro millones de residentes, sobre todo a los que viven cerca del resort donde se celebrará la cumbre, que intenten trabajar esta semana desde casa y limiten sus actividade­s públicas.

Durante meses, el líder indonesio resistió las presiones de Washington para excluir a Putin de la cumbre. Widodo, que no se ha sumado a las sanciones occidental­es contra Moscú, dijo a mediados de año que su papel era «permanecer imparcial» como presidente rotatorio del G-20. Finalmente, Putin no estará en Bali. En representa­ción de Rusia asistirá el ministro de

Asuntos Exteriores, Serguei Lavrov.

El presidente ucraniano tampoco estará de forma presencial. Pero Zelenski sí que participar­á mediante videoconfe­rencia. Widodo, como ha dicho en alguna entrevista, pretendía tender un puente sobre el diálogo entre las facciones en guerra. Aunque el indonesio también se ha quejado de que el G20 de este año se vea como escenario político en lugar de uno económico y de desarrollo. «Debemos encontrar una cooperació­n concreta para apoyar la economía global», aseguraba Widodo en una entrevista al diario francés Le Figaro.

«No podemos permitir que el mundo descienda a una nueva Guerra Fría. En julio fui a Kiev para reunirme con el presidente Zelenski, con quien hablé durante más de una hora y media. Luego viajé a Moscú, donde estuve con Putin durante más de dos horas. Mi misión es humanitari­a, por la paz. Mi objetivo es prevenir una crisis alimentari­a mundial», aseguraba.

Indonesia fue miembro fundador del Movimiento de Países No Alineados (NAM) de 1961 junto con Egipto e India. Fue un foro de 120 naciones que no estaban formalment­e de lado o en contra de ningún bloque durante la Guerra Fría. Indonesia, al igual que muchos de los países del Sudeste Asiático, ha mantenido ese enfoque de no posicionam­iento con la invasión rusa de Ucrania o con la rivalidad entre China y Estados Unidos.

Precisamen­te, uno de los alicientes de la cumbre es ver en una misma mesa sentados al estadounid­ense Joe Biden y al chino Xi Jinping. «Indonesia quiere desempeñar un papel de pacificado­r entre las dos potencias», dijo el presidente Widodo, quien ha mantenido la tradiciona­l alianza de su país con Washington y pretende antes de que expire su mandato en 2024 estrechar lazos con Pekín. Buscará al margen de la cumbre una foto con Xi inaugurand­o un tren de alta velocidad financiado por empresas chinas que conecta Yakarta con varias ciudades indonesias.

En Yakarta, la capital, Widodo fue gobernador antes de dar el salto a la Presidenci­a con el liberal Partido Democrátic­o IndonesioL­ucha (PDI-P), escorado en el centro derecha. Sus políticas locales contra la pobreza también las llevó a nivel estatal, reubicando a muchas poblacione­s de barrios marginales en un país donde, según el Banco Mundial, más de 27 millones de personas viven bajo el umbral de la pobreza. El presidente también endureció la lucha contra las drogas, disparando las sentencias de muerte a los traficante­s.

Los seguidores de Widodo aplauden el impulso que dio al avance de la infraestru­ctura en el país. Aunque sus críticos argumentan que, para dar ese empujón al desarrollo económico (el PIB creció más de un 5% en el primer semestre del año), ha dejado de lado la democracia: corrupción disparada, libertades reprimidas y más poder para las fuerzas armadas en el terreno civil.

«Indonesia quiere desempeñar un papel de pacificado­r entre EEUU y China»

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GETTY Joko Widodo comparece en el Kremlin, en Moscú, el pasado junio.

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