El Mundial en una caja
Recién nacido, mi hermano Juan Pablo llegó a la casa una mañana de Mundial envuelto hasta la barbilla como un regalo para entregar: lo pusieron en mis brazos sentado en un sofá y encendieron el televisor para escuchar a nuestro padre narrar.
Teníamos ese cuarto al que llamaban el de la tele, donde conectábamos con él. Había un armario en el que se guardaban las maletas, las colchas del invierno y los adornos de navidad; y contra la pared de la ventana, una máquina Singer de coser con su mesita de madera al lado del librero con aquella Panasonic Technicolor cubierta de formica.
Dentro de ese aparato estaba papá y también las estrellas de Argentina 1978 bañadas en papelitos que caían del cielo. Kempes, Fillol, Passarella, Ardiles, Krankl, Rensenbrink, Neeskens, Krol, Cubillas, Zico, Dirceu, Rummenigge, Bettega, Zoff, Platini y Rocheteau, quedaron atrapados detrás del cinescopio, por eso no hemos tirado ese televisor que guarda en una caja nuestro primer Mundial.
Con el tiempo, pasamos de niños a televidentes, y de aficionados a usuarios.
Hoy el Mundial viaja convertido en datos, se mete en la palma de una mano, es interactivo y portátil, con jugadores que tienen más seguidores que habitantes sus países, y entrenadores que “stremearán” todas las noches sus pensamientos sin intermediarios. Nuestra relación con el futbol ha cambiado tanto, que a veces olvidamos cómo eran los Mundiales.
Si las redes sociales hubieran existido en México 86, la mano de Dios habría sido condenada en un segundo, Maradona perdería su religión, el llanto de Pelé en Suecia sería tendencia, la estampa de Garrincha un meme y el escándalo de Rossi previo al 82, un viral.
El Mundial, que logró escapar de dictadores, hoy es sometido por otra tiranía: el poder de un “click”, pulgar hacia arriba o pulgar hacia abajo.
Extraño esa época cuando lo único que necesitábamos era una caja para guardar el Mundial.
Con el tiempo, pasamos de niños a televidentes, y de aficionados a usuarios