Un Dios sin naturaleza
No faltándole razón, y a la vez no teniéndola del todo, un querido amigo y agudo lector de esta columna calificó como generalización el afirmar que históricamente la cristiandad ha omitido la relación entre pobreza y desastre ecológico. Hay excepciones, y él es una de ellas, pero la matriz teológica de la que proviene ese monoteísmo (“cuyas consecuencias nefastas constatamos a diario”: Schopenhauer) desprende al ser humano del mundo de la naturaleza y los animales, considerándolos meros objetos cedidos por el Creador para que los gobierne y utilice a cambio de adorarlo.
Algunas interpretaciones se empeñan en leer de otra manera tal hecho instrumental. Al encargarle al hombre la tarea de nombrar a los seres vivos, ese dios sin origen, sin madre, hermana o esposa, está haciéndolo responsable de ellos, como la imposición del nombre en la pila bautismal obliga hacia el bautizado a quienes apadrinan su ritual. Nombrar es proteger, vincular. Del mismo modo, la crucifixión se entiende como un recordatorio de aquella función olvidada
El símbolo de la cruz restablece una relación perdida entre los hombres y el biotopo que habitan
por los hombres: la mediación entre el cielo y la tierra, la vinculación entre la mente y la naturaleza. “Sólo relaciona” es el lema de la conciencia integrada. El símbolo de la cruz restablece una relación perdida entre los hombres y el biotopo que habitan. El postulado de un dios en el cielo contiene el desprecio de la tierra, imperfecto lugar de tránsito hacia la gloria o el castigo. Las heterodoxias ofrecen una fórmula distinta y afirman que la divinidad está en todas partes. Un grado más audaz de esta idea dice que Dios no está en ninguna parte pues es en todas partes, y se muestra mediante la naturaleza. No otra cosa anuncia la bella encíclica ecológica de Francisco, Laudato Si’, afligido intento frente a la catástrofe.
Crisis en todo: hasta los credos monoteístas y sus teologías supranaturales han de interpretarse otra vez.