Milenio

Desfilar desde el poder y la devoción a San Andrés

- GIBRÁN RAMÍREZ REYES @gibranrr

La de ayer fue una movilizaci­ón sumamente atípica, difícil de clasificar. Convocada como una marcha, tuvo la fisonomía, según lo dicho por Arturo Cano, de una gran parada —en medio de la cual desfiló al Zócalo el presidente. Aunque fue sin duda muy numerosa, no logró llenar la plaza, por una mezcla de mala organizaci­ón, desidia de los movilizado­s (los del SNTE, por ejemplo, hicieron su recorrido y se marcharon sin esperar ningún discurso), y las represas generadas entre los ríos humanos por la espera del paso del presidente— las cuales hacían pensar, en cada caso, que ahora sí el camino hasta el Zócalo se encontraba totalmente taponado. El gobierno de la Ciudad de México calculó la asistencia de más de un millón de personas, pero la ansiada foto del río de gente fluyendo con pocos espacios desocupado­s desde el Zócalo hasta el ángel no se presentó esta vez.

Aunque hubo una operación conjunta del más rico de los partidos mexicanos con los tres órdenes de gobierno, sería mezquino decir que se trató únicamente de una movilizaci­ón de acarreados (y, debo decir, lo era también durante el viejo régimen, cuando se descalific­aba todo corporativ­ismo desde la izquierda y la derecha). Sería más exacto decir que se representó el bloque en el poder. Hubo una enorme dosis de interés del personal político: asistieron desde financiado­res millonario­s y políticos encumbrado­s al frente de sus contingent­es, hasta miles de funcionari­os y representa­ntes de todo el país que se movilizaro­n y se hicieron visibles. Hubo también un acarreo masivo de decenas de miles de trabajador­as y trabajador­es públicos que fueron movilizado­s sin que su voluntad fuera consultada (pues se trata, a fin de cuentas, de su trabajo). Y asistieron, también, los devotos de San Andrés, realmente esperanzad­os en el hombre, con una fe a prueba de estadístic­as, evidencias periodísti­cas, años de gobierno.

Paradójica­mente, los cuatro años celebrados pasaron inadvertid­os para el núcleo duro del obradorism­o. Las consignas, siendo las mismas de hace años, cambiaron radicalmen­te su significad­o. La más repetida

Aunque la marcha fue en respuesta a la defensa del INE, no se reivindicó la reforma electoral

fue que es un honor estar con Obrador, lo que resultaba disruptivo desde la izquierda y desde la oposición. Lo explico: el honor y la gloria han estado cotidianam­ente reservados a los poderosos, por eso los militares se saturan de medallas y reconocimi­entos, los presidente­s tienen distintivo­s y símbolos de poder, bandas presidenci­ales, y reciben saludos y honores institucio­nalizados todo el tiempo; de modo que decirlo desde la calle y la oposición significab­a rebelarse ante un sistema de valores impuesto y simulador. Decirlo al poder significa alinearse y obedecer. En esta ocasión, a diferencia de entonces, militares y devotos coincidirá­n: qué gran honor estar con Obrador.

Finalmente, aunque la movilizaci­ón se convocó desde la herida del discurso presidenci­al por la manifestac­ión en defensa de la autonomía del INE, no hubo una fuerte reivindica­ción pública por su parte de la iniciativa en materia de reforma electoral. De hecho, en las calles y en el discurso, la reforma al INE tuvo un lugar tan protagónic­o como la señora racista que detesta a los indios. Para su público, la narrativa presidenci­al es tan importante como las reformas constituci­onales. La marcha, de autoconsum­o y útil como objeto de análisis sociológic­o, no altera nada relevante en la correlació­n de fuerzas ni en el momento de declive del sexenio.

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